sábado, 30 de noviembre de 2013

Un donjuán de andar por casa

Lo que más me ha interesado de la estupenda película de Mariano Barroso Todas las mujeres es la forma en que actualiza y difumina el mito de Don Juan hasta dejarlo casi irreconocible -y por eso más efectivo- gracias a una interpretación extraordinaria de Eduard Fernández. ¿Es posible que este hombre solo y acabado, perdido en ese chalet que ni siquiera sabe si es suyo, estafador penoso, mentiroso compulsivo, sea un donjuán? Y, si nos acercamos a él, vemos que expresa todos los matices del mito: pasa de una mujer a otra sin sentimientos, intentando conseguir lo que necesita de ellas antes de abandonarlas, no está comprometido con nada más que con sus propios deseos y necesidades -no solo sexuales- y no se para en nada para satisfacerlos; tiene labia fácil y atractiva, se mueve siempre desde la seducción antes de conseguir su objetivo y desde el desprecio cuando ya lo ha conseguido; y, sin embargo, la gente sigue acudiendo a su llamada; cada vez menos, cada vez con más recelo, pero siguen acudiendo; tiene, incluso, su “convidado de piedra”, magistralmente representado en ese sillón vacío al que habla como si estuviese ocupado por su suegro, siguiendo la sugerencia de la psicóloga (la técnica de la “silla caliente”) sillón que, como buen convidado de piedra, permanece mudo ante el monólogo autojustificatorio de Don juan. A fin de que cuentas es la palabra del suegro (el comendador, en la obra de Tirso) la que le condenará o salvará del infierno (la cárcel para el ¿pobre? Nacho).

Entonces ¿es un impresentable o un simpático rebelde? Los distintos relatos que han ido desarrollando el mito lo han visto desde ambos ángulos y seguramente esa ambigüedad es la esencia del personaje y de la fascinación que provoca. Los relatos del siglo XVII lo presentaban como a un libertino despiadado que seduce a las mujeres con engaños, que no respeta los símbolos religiosos y que finalmente recibe su castigo, es el Don Juan de Tirso. Hubo muchas otras historias de parecido talante y todas ellas acaban con alguna forma de castigo, incluso alguna tuvo el amenazador título de No hay deuda que no se pague ni plazo que no se cumpla, título que es en sí mismo una moraleja.

La vieja masculinidad está basada en dos mitos que parecen contrapuestos pero están secretamente unidos: el patriarca y el libertino. Por un lado, el individuo de orden que defiende la ley y la impone; hombre de familia y autoridad, sin fisuras ni vicios, adicto al trabajo, sin tiempo para tonterías. Por otro, el libertino, soltero o casado infiel, sin oficio conocido, transgresor de la ley y de las normas, embaucador, cínico, descreído y promiscuo. En realidad la vieja masculinidad consistía en aspirar a ser lo primero mientras se deseaba ser lo segundo, siendo el resultado generaciones enteras de hombres atrapados en un dilema imposible que tiene su expresión extrema y grotesca en Berlusconi: máximo patriarca y autoridad de un gran país, representante de los valores conservadores de día, bufonesco don juan de noche; mezcla absurda de galantería y misoginia, encarna de forma sumamente estereotipada las dicotomías del dictador/transgresor o el protector/abusador y no extraña que fascine y seduzca al sector de la sociedad al que le interesa defender esos estereotipos. Ni extraña tampoco que sea ya inútil y empiece su caída a partir del momento en que su corrupción es de tal alcance, tan evidente, que resulta imposible mantener la apariencia que era la esencia de su función social: ser el modelo triunfador de la vieja duplicidad masculina.
Por eso el relato clásico incluye el castigo y la oferta hipócrita de alguna forma de redención, porque el hombre/patriarca desea en el fondo que el hombre/donjuán siga realizando los ocultos deseos de todos, al tiempo que lo castiga para mantener el poder.
Si alguien encarnó en la realidad el mito de Don Juan fue Giacomo Casanova: embaucador, rebelde, mentiroso, embajador de falsas loterías por todas las cortes de Europa, curandero, duelista, conquistador irresistible y compulsivo, librepensador o religioso según le conviniese...es curioso que lo que se enseña de él en Venecia es la celda en la que estuvo preso y de la que se fugó de forma rocambolesca. Parece muy lejana su imagen glamurosa de la de Nacho, nuestro donjuán de andar por casa, el vecino; y, sin embargo, los une una trayectoria y un destino común: la soledad que va cayendo sobre ellos lentamente, hasta que es lo único que les queda entre las manos cuando descubren, dolorosamente y casi siempre demasiado tarde, que se puede engañar a todo el mundo algunas veces, pero no se puede engañar a todo el mundo siempre.

domingo, 10 de noviembre de 2013

La educación (sentimental) de Adèle.



Llevado por mis propios prejuicios creía que La vida de Adèle sería una historia sobre las dificultades del amor homosexual: nosotras dos contra el mundo, que en el fondo es la estructura de Romeo y Julieta: la fuerza -o la debilidad- del amor contra las barreras sociales. Pero esta inteligente película tiene el acierto de ir por otros derroteros; porque Adèle tiene la inmensa suerte de vivir en un mundo -o en un nicho social- en el que el amor homosexual es sólo tan bello y difícil como el hetero. Y porque ni siquiera el amor es el protagonista de la historia. No, el amor es el paisaje -sobrecogedor- por el que discurre el viaje de Adèle para convertirse en persona. No es casualidad que la película tenga dos partes perfectamente diferenciadas. En la primera la vemos en el instituto: aprendiendo literatura, bailando en manifestaciones, tonteando con chicos y después con chicas, en su habitación en casa de sus padres, rompiendo un corazón y finalmente arriesgando el suyo al enamorarse de una chica con el pelo azul. En la segunda parte la encontramos viviendo con Emma, enseñando a niños en un colegio, organizando comidas, visitando a sus padres, intentando o ensayando su vida adulta. Si la primera era una historia de descubrimientos: la literatura, la enseñanza, el sexo, la política...la segunda es de una autoafirmación a veces dolorosa. También es una opción muy inteligente presentar la vida de Emma -totalmente volcada en su carrera de joven promesa de la pintura- como más glamurosa que la de Adèle; todo en Emma -sus amigos, sus intereses, su trabajo, la pasión con que hace las cosas- parece terriblemente interesante pero Adèle sabe -y es el primer gesto realmente adulto que vemos en ella- que su vida tiene que seguir un camino diferente; en el deseo de Emma de hacerla cambiar se descubre a sí misma como en un negativo. Por todo eso la escena final en que se aleja sola por la calle dejando atrás un mundo que no es el suyo, un amor ya imposible y un romance posible pero insípido, no es una imagen triste sino liberadora; ha tenido que perder mucho y sufrir mucho para encontrarse así: sola pero libre, dispuesta por fin a empezar su propia aventura. 
Historia de crecimiento e iniciación a la manera de La educación sentimental de Flaubert o Las desventuras del joven Werther de Goethe y de toda la tradición del roman d'apprentissage, de los cuales es una puesta al día excepcional, La vida de Adèle nos recuerda, sin en ningún momento hacerlo explícito, sin palabras con mayúsculas o pedantes diálogos, sólo a base de imágenes de una intimidad turbadora, que el crecimiento personal no es algo que se pueda aprender en un cursillo a medida; es algo que nos ocurre a pesar nuestro, es la única forma de seguir a flote.


martes, 5 de noviembre de 2013

El otro, el infiltrado


La fascinación por ser otro quizá esté en la base de la atracción que despiertan las historias de espías. Aunque pueden seguir varias narrativas -por ejemplo, hubo un post antiguo sobre El topo, película y antes novela de John LeCarré sobre la misión encomendada a un espía de limpiar de topos el servicio secreto inglés y que yo relacionaba con la narrativa de los trabajos de Hércules- creo que cuando resultan más fascinantes es cuando se centran en la vida del espía como infiltrado, alguien que asume una identidad nueva para cumplir una misión, colocándose con ello en una situación paradójica: cuanto más se mimetice con el entorno -es decir, cuanto más se parezca al enemigo, que lo es, precisamente, por ser diferente- más probabilidades tendrá de llevar a cabo su misión y escapar ileso. En general creo que más que la vida del espía, es la vida del infiltrado la que resulta fascinante sobre todo cuando la historia, más que en peripecias rocambolescas, se centra en el problema de identidad del infiltrado. Parece otro, pero sigue siendo el mismo... por dentro. Ahora bien, “dentro” y “fuera”, “hábito” y “monje”, identidad y apariencia en suma, no tienen una línea de puntos clara por la que podamos cortar. Por eso el precio que paga el infiltrado es el riesgo de que a base de parecer otro termine siendo un poco otro o termine no sabiendo bien quién es. Hubo una estupenda pelicula de Mike Newell sobre este tema, Donnie Brasco, que recogía la historia real de Mike Pistone, un agente del FBI que abandonó a su familia para vivir durante cuatro años infiltrado en la Mafia y que aún hoy día vive oculto con una identidad falsa...que ya es su tercera identidad y que posiblemente sea ya tan real como la primera. Y la estupenda serie The Americans juega ampliamente con esta idea llevándola al territorio de la pareja. Dos jóvenes espías rusos perfectamente entrenados, Elizabeth Y Phillips, son enviados a USA con identidades falsas para que formen una típica familia americana y así puedan hacer sus cosas de espías con una tapadera perfecta. El conflicto se va gestando con el paso de los años: él encaja perfectamente en su identidad americana y va olvidando que su vida familiar es una ficción (comprensiblemente, porque tienen hijos, duermen juntos y llevan un negocio); ella intenta mantenerse firme y recordárselo pero no puede evitar irse enamorando de él. En una escena particularmente intensa ella le dice “¿no te gustaría que nuestra vida fuese real?” lo que resulta un poco absurdo porque sus hijos son reales, el amor que siente por ellos es real y lo que siente por Phillip -aunque no tenga muy claro qué siente- también es real y todo ello suma más realidad que la de muchas parejas “realmente reales” y sin embargo uno entiende su dilema: la entrenaron para no considerar real una vida que se hizo real por sí sola. Lo que sugiero es que la serie -y otras historias de infiltrados- nos cautiva porque bajo sus pelucas falsas y sus micrófonos ocultos discurre un gran tema: nunca nos identificamos al cien por cien con nuestra identidad social (la que ven los demás) porque ninguna identidad puede abarcar nuestra complejidad ni nuestras fantasías de ser otros; por eso todos estamos en cierta medida infiltrados en nuestra vida auténtica.

martes, 23 de julio de 2013

El otro, el mismo

Ya apuntaba en el post anterior que qué queremos decir con eso de “llegar a ser uno mismo” o “encuéntrate a ti mismo” es una cuestión interesante y en mi opinión mucho más confusa y discutible de lo que estamos dispuestos a admitir. No sé por qué pero siempre me han llamado mucho la atención las historias que precisamente describen lo contrario: el viaje para alejarse de uno mismo. En El Impostor, un documental inglés de 2012 sobre un joven europeo que se hizo pasar por un adolescente americano que llevaba años secuestrado y que fue aceptado por la familia sin poner en duda su identidad, el protagonista dice esta frase impresionante: “Desde que tengo memoria siempre quise ser otro”. Presenta un aire menos oscuro del mismo tema la estupenda Atrápame si puedes, con Leonardo DiCaprio. Ambas historias muestran dos personalidades con un perfil psicopático. En El Impostor se roba la personalidad de otro (el niño secuestrado). En Atrápame...se crea una personalidad nueva (el brillante piloto). Una de las formas de la psicopatía es robar identidades, como se roban coches o dinero. Un ejemplo extraordinario de esta narrativa es la serie de libros que Patricia Highsmith dedicó al personaje de Tom Ripley y que ha tenido por lo menos dos versiones estupendas en el cine, Duelo al sol y El talento de Mr. Ripley. En esa historia y a lo largo de varias novelas, P. Highsmith describe la evolución de Tom, un tipo simpático que no duda en llevarse por delante a quien sea cuando sus intereses se ven amenazados. Su deriva comienza precisamente con el asesinato de su amigo y la suplantación de su identidad, algo que hace con destreza, inteligencia y muy pocos escrúpulos, casi como si fuese un talento natural en él. Quizá la identidad, nuestra identidad, eso que somos o creemos ser, actúa como un freno moral; hay cosas que nunca haríamos “porque yo no soy así”; y quizá el psicópata carece de eso, seguramente lo ve como un ridículo lastre. Pero ¿qué pasa cuando huir de nuestra identidad es el único viaje posible porque ser uno mismo no es un freno moral, sino un dolor o un miedo insoportable? Quizá eso es lo que le ocurre al protagonista de El último Elvis, preciosa película de Armando Bo que describe el largo viaje de un hombre hacia el destino soñado: ser Elvis. Aquí no se roba la identidad de alguien, Elvis Presley, quien lleva ya mucho tiempo muerto y es solo una identidad-cáscara; simplemente se ocupa, como se okupa una casa vacía, como se okupan las casas de los ricos, porque ahí sobra espacio. Borges decía de Alonso Quijano: “el hidalgo que quiso ser Don Quijote y al fin lo fue” definiendo así como un logro lo que otros consideran locura. No siempre los sabios del pasado tienen razón. Quizá haya alternativas de libertad a eso de ser uno mismo. Quizá poder ser otro sea también una forma de libertad y no solo un trastorno disociativo.

miércoles, 6 de marzo de 2013

¿Quién es Sugar Man?

Explica David Eagleman en su interesantísimo libro Incógnito que el cerebro se organiza a base de estructuras que muchas veces compiten entre sí y que la principal función de la consciencia o de eso a lo que llamamos “yo” es poner orden, ser una especie de moderador entre impulsos, rasgos de personalidad e incluso identidades varias y cita con frecuencia a Walt Withman: “Soy muchos. Contengo multitudes”. Dice Eagleman que por eso la mente genera automáticamente relatos, que son la única forma que tenemos de experimentar como coherente nuestro caos interno. Estaba terminando el libro cuando vi Sugar Man, el documental sobre Sixto Rodríguez. La historia no puede ser más curiosa. Un cantatutor americano publica un par de álbumes que pasan sin pena ni gloria -a pesar de incluir canciones impresionantes, como Sugar Man- por lo que se olvida de su carrera musical y vuelve a su trabajo de siempre: es obrero y trabaja en demoliciones. Durante los años siguientes y sin que él lo sepa, uno de sus discos llega por casualidad a Sudáfrica en los últimos años del apartheid, donde se convierte en un clásico, un músico imprescindible al que todo el mundo escucha y algunos de sus temas terminan siendo los himnos del movimiento anti-apartheid. Se extiende el bulo de que se suicidó a lo bonzo durante una actuación, lo que explica su desaparición y al mismo tiempo engrandece el mito. Treinta años después de que Rodríguez abandonase la música, su hija, gracias a la magia de internet, se entera de que un grupo de fans sudafricanos están intentando averiguar las verdaderas circunstancias de su muerte, se pone en contacto con ellos y les cuenta que su padre es un señor normal que trabaja en una obra. A partir de ahí nace el documental que cuenta las pesquisas para encontrarlo y la milagrosa “resurrección” del Rodríguez cantante. Es muy emocionante verlo subir a un escenario como si llevase toda la vida siendo una estrella, como si no llevase treinta años levantándose a las 7 para ponerse el mono de trabajo. Es emocionante ver la humilde casa en la que sigue viviendo después de renacer como ídolo musical, la aparente indiferencia con que lleva todos esos cambios, sus paseos solitarios por una Detroit en descomposición. El documental cuenta dos historias: el viaje detectivesco de los fans para encontrar la verdad sobre Rodríguez y el viaje de Rodríguez para encontrar la verdad sobre sí mismo.
Toda narración tiene la estructura de un viaje porque toda narración cuenta un cambio. Esos viajes a veces son físicos y a menudo simbólicos. Todo relato policíaco es un viaje en pos de una verdad. Todo relato iniciático o espiritual es un viaje hacia uno mismo. Nadie lo explicó mejor que Juan Ramón Jiménez: ¡No corras, ve despacio/ que adonde tienes que ir es a ti solo!/ ¡Ve despacio, no corras,/ que el niño de tu yo, recién nacido eterno,/ no te puede seguir!”
Hay todo un negocio de auto ayuda montado sobre la engañosa y facilona máxima “sé tú mismo”, pero ¿cómo ser nosotros mismos cuando somos multitudes? ¿Cuándo se siente más auténtico Sixto Rodríguez, cantando sobre un escenario o tomando una cerveza en el porche de su destartalada casa después de un duro día de trabajo? Seguramente no lo sabe, seguramente intenta enhebrar un relato que integre ambas identidades. Seguramente alberga identidades que no conocemos. El viaje hacia uno mismo no es el viaje hacia una identidad sin fisuras que nos espera en algún punto del futuro, es un relato que nos contamos para tener un mapa con el que orientarnos en los distintos territorios que somos.

lunes, 4 de marzo de 2013

Personas en la niebla

El caso es que la historia del pobre Nim me llevó a revisar Gorilas en la niebla, la película que rodó Michael Apted en el 88 sobre el trabajo de Dian Fossey con los gorilas de montaña. Al principio pensé que se trata en realidad de una historia sobre el tema del intruso. Ya comenté hace mucho este tema hablando de dos películas argentinas, El hombre de al lado y Un cuento chino. En ellas se trataba el tema del intruso desde dos perspectivas: el intruso benefactor y el intruso destructor. Me pareció muy curiosa la forma en que Gorilas en la niebla combina ambos temas. Dian Fossey fue claramente una “intrusa benefactora” para los gorilas de montaña, una especie abocada a la extinción debido a los cazadores furtivos y a encontrarse su hábitat, el parque de Virunga, entre tres estados africanos muy inestables: Uganda, Ruanda, y la República de Congo. Aunque Dian Fossey no descubrió a los gorilas -el parque existe desde los años 30 del siglo XX- sí llamó la atención sobre ellos de forma muy especial. Al principio sólo le guiaba la ambición científica de conocerlos mejor pero para ello tuvo que desarrollar un método novedoso: ser aceptada como uno más de su grupo, o al menos como alguien muy semejante, lo que le permitió compartir con ellos tantos momentos cotidianos que llegó a conocerlos como a individuos y a desarrollar una especial forma de afecto. Fue de las primeras primatólogas que hablaron con conocimiento de causa de que los grandes simios tienen una vida mental. Aunque la caza furtiva se sigue practicando -el último censo de 2012 arroja una población de sólo 880 gorilas vivos- la barbaridad que supone empieza a ser percibida de forma muy diferente por la comunidad científica y por una parte de la opinión pública: cazar a un gorila es mucho más que expoliar un recurso natural, es matar o secuestrar a alguien que siente de forma muy semejante a como sentimos nosotros. Esto no lo sabríamos sin el trabajo de Dian Fossey y de otras primatólogas. Así que para los gorilas y para los que creemos en que no hace falta viajar a otros planetas para encontrar otras formas de vida inteligente, Fossey fue sin duda una intrusa benefactora. Sin embargo ahora tengo mis dudas acerca de que narrativamente entre en esta categoría porque uno de los aspectos interesantes del tema del intruso benefactor es que no llega con una misión, su acción benéfica tiene algo de inconsciente. El intruso benefactor no viene a liberar a nadie, es su “alteridad”, su extrañeza radical, la que nos ayuda a cambiar. Y por otro lado, un aspecto interesante de la película -y de la propia vida de Dian Fossey- es que no esconde la otra perspectiva: que para mucha gente era una intrusa destructora. Fue a menudo cruel y despótica y llegó a ser acusada de utilizar torturas y métodos violentos para intimidar a los furtivos -algunos de ellos niños-. Para ellos y para todos los que indirectamente se beneficiaban de esa práctica su llegada representaba una amenaza y defendieron su territorio con más furia y astucia que los gorilas. Seguramente fueron ellos quienes acabaron con su vida a machetazos un día de Diciembre de 1985. Su revólver estaba a medio cargar y quedaron muchas señales de lucha en la cabaña. Para alguien que dedicó su vida a desmitificar el comportamiento violento de los gorilas, es una muerte paradójica. Así que me inclino más bien por que la historia de esta científica -en principio idónea para una historia de búsqueda de la verdad- se desarrolla como una narrativa de la tarea del héroe. Es curioso cómo la película narra el encuentro al principio con Louis Leakey, el gran arqueólogo, quien encomienda a Dian su primera “misión” y quien incluso la pone a prueba, de forma iniciática: le pide que se opere de apéndice. Leakey, por su fama y por su porte aparece como un hombre poderoso -el "rey" de los relatos del trabajo del héroe- y cumple claramente una función iniciática. Todo en la vida de Fossey adquiere con la perspectiva del tiempo una dimensión heroico/trágica. Y me pregunto si era esa la narración que se contaba a sí misma. En su libro -del mismo título que la película- explica cuando muere Digit, uno de sus gorilas preferidos al que encontró decapitado en la jungla, que su muerte había sido un acto heroico ya que entregó su vida para que su grupo pudiera salvarse. Dian fue enterrada junto a los cuerpos de otros gorilas, muertos de la misma forma, como una guerrera.
Sí es un relato de liberación sin embargo El origen del planeta de los simios. Aunque parezca una frivolidad mencionar esta película junto a la historia anterior me parece que de alguna forma están conectadas. La larga saga de El planeta de los simios ha pasado por muchas vicisitudes y desde luego ha ido decayendo de forma patética pero me parece que la última remonta el vuelo al dar un interesante giro a la historia: el verdadero protagonista es Cesar, un chimpancé extremadamente inteligente que asume la tarea de liberar a sus semejantes de la opresión humana. Cesar es un héroe espartaquista, un esclavo que rompe primero sus propias cadenas y después las de sus iguales y va con ellos a la guerra contra la tiranía. Un crítico americano (Michael Phillips, en el “Chicago Tribune”) escribió certeramente que la película era un desarrollo fantástico de Proyecto Nim. Curioso.
En resumen: una limitación de la mente humana es que no podemos hablar de nada -y mucho menos de alguien parecido a nosotros- sin contar historias que de alguna forma vuelven siempre a hablar de nosotros.

jueves, 21 de febrero de 2013

Historias de autosuperación

Desde el punto de vista narrativo no hay mucha diferencia entre una película de ficción y un documental. Aunque el docu se presenta como “exposición de hechos” y por ello en principio no cumple los requisitos de la narración de una historia, la cultura es tan narrativa que no puede escapar a la fascinación del relato y el documental sobre hechos verídicos hilvana estos con la estructura del mito para darnos algo reconocible, algo que nuestro narrativo cerebro pueda masticar. Fui a ver Projecto Nim con la expectativa de aprender un poco más sobre los atrevidos experimentos que empezaron en los 70 de enseñar a chimpancés el lenguaje de signos para intentar alguna de forma de comunicación con ellos y así hacernos una idea de sus procesos de pensamiento; pero me encontré con una vieja historia, un relato de liberación. Aunque debí habérmelo imaginado, ya que Nim es obra de James Marsh, autor del estupendo relato semidocumental Man on Wire, la historia de Philippe Petit, el funambulista que tendió un cable entre las Torres Gemelas y lo cruzó varias veces. Man on Wire era una historia de autoliberación, un hombre persiguiendo un extraño sueño: vivir en el único sitio donde se siente libre, colgado en el aire, lejos del suelo, sobre un cable de acero. Nim podría haber sido una narrativa de búsqueda de la verdad pero enseguida nos damos cuenta de que es una narrativa de opresión/liberación a medida que los pelos se nos van poniendo de punta al escuchar uno tras otro a sus “cuidadores” y “cuidadoras” y al “científico” Herbert S. Terrace (quien, a lo largo del film, va adquiriendo los rasgos canónicos en muchos relatos del “mad doctor” el científico loco, una especie de moderno Frankenstein). La forma en que proyectan sus sentimientos, carencias y ambiciones en un animal indefenso, aislado de su entorno físico y social natural, al que manipulan a base de recompensas y castigos y a quien integran y alienan sucesivamente en diferentes entornos sociales humanos, nos hace sentirnos avergonzados de nuestra propia especie. (Una pregunta: nuestra esporádica capacidad para sentir vergüenza ¿nos redime como especie de nuestra extrema capacidad de ser crueles?). Cuando los fondos para el experimento se acaban, Nim, quien había compartido infancia y cuidados con los hijos de algunos participantes en el experimento, es vendido sin contemplaciones a un laboratorio biomédico para experimentar con vacunas. Sólo el esfuerzo de uno de sus antiguos cuidadores (quien recuerda que su amistad con Nim fue lo más divertido de su vida “aparte de un concierto de Grateful Dead”) consigue librarlo de esa muerte horrenda. Cuando Nim pasa la última época de su vida en una granja para animales maltratados, su primera cuidadora -que llegó incluso a amamantarlo- se entera de su existencia y va a visitarlo con la ilusión (obvia y patéticamente humana) de que él la reconozca, pero él no da ningún signo de ello. La mujer, obstinada en su idealización de su relación con Nim, se introduce en la jaula sin ninguna consideración invadiendo así el sagrado espacio personal que todos los primates consideramos nuestro y Nim está a punto de matarla. Así, James Marsh presenta a Nim como héroe involuntario y paradójico de un relato de supervivencia cuya moraleja podría decir: “Nim, el chimpancé que consiguió volver a ser un chimpancé a pesar de los esfuerzos de sus enemigos por convertirlo en un muñeco semihumano”.

domingo, 3 de febrero de 2013

El Pí de Pollença


En Pollença, la mañana del 17 de Enero, van a la finca de Ternelles, buscan un pino de más de veinte metros, lo talan, lo desbrozan, lo pelan, lo llevan hasta la Plaça Vella, lo enjabonan, lo clavan en el suelo y, cuando ya está bien sujeto, los mozos intentan trepar por él y coronar la copa, donde hay un saquito con confeti y una cesta con un gallo. Veinte metros son muchos, una casa de cuatro pisos, más o menos. El tronco es muy grueso en la parte baja, solo se puede trepar completamente abrazado a él; lo más fácil son los últimos metros, pero hay que llegar a ellos: y no hay red, ni arnés, ninguna medida de seguridad, ni siquiera la piña humana que formarían los castellers y que podría amortiguar el golpe. En la parte baja se forma un remolino de chicos, todos muy jóvenes, que quieren intentarlo subiéndose unos encima de otros, a veces cooperando entre ellos para salvar los metros más difíciles, a veces estorbándose y pisándose. La plaza está abarrotada de gente que suspira y grita con los fallidos intentos, que duran dos o tres horas. A veces un mozo consigue salvar los primeros metros, llega hasta la mitad, la gente empieza a gritar animándolo a seguir, él se queda inmóvil, abrazado al pino y, en el instante en que afloja los brazos un poco, empieza a deslizarse hacia abajo y la plaza se llena de un gigantesco oooohhhh!!! decepcionado. Ya entrada la noche siempre alguno empieza a subir sin detenerse y, cuando salva los dos tercios del pino, ya casi es seguro que lo consigue y es entonces cuando la plaza estalla de emoción. Al coronar la copa desata el saquito de confeti y derrama sobre la plaza una lluvia de polvo brillante que no vale nada pero se recibe con gritos de alegría, como si un rey magnánimo arrojase oro a puñados. Luego el héroe desciende entre aplausos. Lo encontramos horas después en un bar, rodeado de sus amigos, todavía recibiendo palmadas y abrazos. Volvimos a pasar por la plaza muy tarde, cuando ya no había nadie. Visto desde abajo, el enorme tronco desnudo parecía un larguísimo camino. Fue un placer abrazarse al pino y una sorpresa comprobar que era imposible subir un centímetro. La gran mayoría de los que estábamos en esa plaza no podríamos subir ni un metro; muy pocos pueden llegar hasta la mitad. El esfuerzo está perfectamente calculado para que sea casi imposible conseguirlo pero siempre haya alguien que lo consiga. Genera la alegría de que al menos alguien lo logró; si yo no puedo, que al menos otro pueda porque así, una parte de mí puede sentir que puede, la parte de mí que se identifica con el héroe. Una alegría solidaria y un punto egoísta porque la ritualización de la subida al pino, su puesta en escena, permite esa identificación, ese placer vicario. Por unos segundos todos somos un poco el chico que corona el pino y que al lograrlo nos corona a todos. Tantos años en Mallorca y nunca había visto este increíble espectáculo, la forma más antigua, sencilla y efectiva de narrar el viaje del héroe.