martes, 14 de abril de 2020

¿Cómo funciona la mente confinada? 3. Vivir desenfocados.

Nuestra atención es nuestro bien más preciado. ¿Qué es el capitalismo, sino un gran secuestro de la atención? Todo el que vende algo sabe que no hay que ir a por el dinero de la gente; hay que ir a por su atención, el dinero viene detrás. Solo vivimos cuando atendemos. La suma del tiempo que realmente hemos vivido es la suma de los momentos en que estábamos de verdad presentes: en una conversación interesante, difícil o divertida, en un libro o película difíciles, interesantes o divertidos, en un trabajo que se nos da bien, o en bailar aunque no se nos dé bien, en disfrutar de estar con alguien sin pensar en lo que tienes que hacer después o en lo que has hecho antes. Ese es el tiempo de nuestra vida, el resto lo hemos pasado durmiendo o preocupados o dejando que los infinitos estímulos que pelean por nuestra atención la secuestren. 
No tiene por qué ser intensa, o concentrada, existe la atención errante, el estado feliz de un paseo o de una música que nos lleva de un recuerdo a un sentimiento, enfocados en el fluir de la vida. Completamente diferente de la dispersión ansiosa de no saber qué comprar en unos grandes almacenes.
Atender es una forma de amor. En realidad la única. Es el vehículo por el que nuestro amor llega al otro; y el vehículo por el que recibimos el amor del otro. ¿Para qué me sirve que alguien me quiera si no me mira? Es la innata sabiduría de los niños cuando nos atosigan: “¡mira, papá!”. Lo saben: ¿de qué les sirve un padre o una madre que hacen todo por ellos excepto mirarlos? Por lo mismo, esa frase fatídica en las parejas: “Ya no me miras”. 
Y porque es tan valiosa, buscamos desesperadamente la de los demás pero nos cuesta dar la nuestra. Y es sorprendente con cuánta facilidad dejamos que se pierda. Quizá porque, aunque nos gusta creer que la controlamos, que decidimos en qué enfocarnos y aunque sea la única libertad que tenemos, no es totalmente nuestra. Primero, porque es un recurso finito: es sumamente costosa para el cerebro, que al atender consume grandes cantidades de energía. Se agota rápidamente cuando hay que hacer elecciones entre muchos estímulos, o con la falta de sueño o por la ansiedad. En segundo lugar es muy sensible, está programada para atender enseguida a lo que parece nuevo o raro, a los sonidos y colores intensos, a lo que tiene que ver con el sexo, con la comida o con mi estatus entre los demás. Se agota también en el propio funcionamiento de la mente, que tiende a rumiar y a perderse en obsesiones. Para ser un recurso tan escaso y frágil lo malgastamos con una despreocupación sorprendente.
Antes del confinamiento todo iba demasiado deprisa y al principio del confinamiento todo parecía ir demasiado lento. Ahora parece que el tiempo pasa a su velocidad real. Pero el tiempo es el mismo, es el foco de mi atención lo que cambia. Estas semanas  sin salir han sido la primera época de mi vida de adulto en la que he tenido tiempo, mucho tiempo. Y ahora que lo tengo constato que su valor no se mide en horas o días sino en las cosas, las personas, los estados en los que me enfoco y en la vida que eso me devuelve. ¿Me servirá este paréntesis para rescatar parte de mi atención secuestrada? En el cómputo de los días que realmente he vivido ¿quedarán solo -de estas semanas o estos meses- unos poco fragmentos de tiempo real perdidos entre preocupaciones, obsesiones y respuestas automáticas a cosas que solo me han interesado unos segundos? ¿o quedará como un tiempo en el que estuve presente en mi propia vida?

¿Cómo funciona la mente confinada? 2. Agresión desplazada

¿Cómo funciona la mente confinada?
2. Agresión desplazada.
El cerebro no es una máquina perfecta. Como dijo un biólogo, la evolución, que es responsable de su diseño, no es un ingeniero sino más bien un chatarrero. Recicla pedazos que han servido a unos seres vivos y los ensambla para desarrollar otros. Por ejemplo el sexo, que sirve en algunas especies exclusivamente para la reproducción, en nosotros está reciclado para varios fines además del básico reproductivo; cohesión social, formación de vínculos, reducción del estrés…También la agresión (física, verbal o de cualquier tipo) sirve para varios fines además del básico, que es la defensa. Entre ellos, curiosamente, está también la reducción del estrés (y no es el único aspecto en común con el sexo, aunque ese es otro tema). La agresión reduce enormemente el estrés generado por cualquier ataque o frustración, ya que implica hormonas muy semejantes a las que se activan en cualquier deporte de esfuerzo. Los problemas empiezan cuando no podemos dirigir la agresión contra la causa de nuestra frustración; esto puede ocurrir por varias razones: porque quien nos ha provocado es más fuerte que nosotros y agredirlo significaría más estrés del que podría aliviarnos; porque la fuente de la frustración sea intangible (una enfermedad o una epidemia, dolor, hambre…); por miedo a represalias o a la desaprobación social. En estos casos, que son una buena parte de las situaciones frustrantes o estresantes, la mayoría de los mamíferos recurrimos a la agresión desplazada: agredir a un individuo u objeto que no causó la frustración. El haber heredado este cruel mecanismo evolutivo es causa de mucho sufrimiento.
La forma más frecuente es la agresión desplazada desencadenada: alguien lo bastante débil como para no poder responder a una agresión nuestra, nos provoca una pequeña frustración que desencadena la rabia que hemos acumulado por agresiones mayores provocadas por otras personas o circunstancias y a las que no hemos podido responder. Un ejemplo clásico en la vida cotidiana es lo que los investigadores de estos temas llaman “road rage” o cabreo al volante. Conducir puede ser muy estresante y las causas son muy complejas (aunque la principal de ellas es muy simple: que todos queremos tener coche). Basta que alguien cometa algún pequeño error conduciendo que nos afecte lo más mínimo, para que se convierta en blanco perfecto de toda nuestra rabia. Por cierto, puntuaciones altas en “road rage” se considera que predicen de forma bastante certera quién es más propenso a la agresión desplazada.
Se sabía desde los principios de la Psicología que el confinamiento aumenta la agresividad, bastaba con observar lo que ocurría con los pobres ratoncitos blancos utilizados en los primeros experimentos y hacinados en jaulas. Pero hasta hace relativamente poco tiempo no se han empezado a observar los efectos dramáticos de la agresión desplazada y su universalidad. Una de sus leyes es que siempre va hacia abajo. El macho Alfa muerde al Beta, este muerde a una hembra, esta a una cría (sobre todo si no es suya) y la cría muerde a otra más pequeña, que no puede morder a nadie, solo a sí misma. Así se disipa la frustración en un grupo.
Por esta ley, el blanco prioritario de este tipo de agresión desplazada son los niños, porque cumplen todos los requisitos: no pueden devolver la agresión, no tienen escapatoria y con frecuencia son desencadenantes de pequeñas frustraciones porque, por su propia naturaleza, molestan: gritan, corren y rompen cosas (otro fallo de diseño, la evolución no contó con que los niños crecerían en pisos). El segundo blanco prioritario son las mujeres; aunque la violencia machista tiene además otras causas, el desplazamiento de la agresión es determinante ya que para muchos hombres es la forma preferente de gestionar su frustración.
Lo único que diferencia la agresión desplazada de los humanos de la de otras especies, sobre todo de otros primates, es que los humanos tenemos un sesgo de coherencia. Nuestro cerebro tolera mal la incoherencia y las disonancias. Necesitamos creer que nuestro comportamiento es coherente, es decir, que está justificado. Si me toca pagar impuestos y busco una forma de no hacerlo, lo justificaré diciendo algo como: ”total, para que se lo lleven unos cuantos políticos corruptos…”, razonamiento que olvidaré inmediatamente cuando lo que me toque sea beneficiarme de los impuestos que han pagado los otros. Todavía no he conocido a nadie que explique su conducta diciendo “es que a veces soy así de egoísta” o “es que a veces soy incoherente con mis principios”. Como la persona que ha hecho de desencadenante de nuestra agresión desplazada siempre ha hecho “algo”, es fácil justificar nuestra agresividad, es decir, mantener nuestra autocoherencia: “el niño sabe que cuando grita me vuelve loco, lo hace para provocarme”. O si nos cabrea que el abuelo sordo no nos oiga, tenemos el curioso razonamiento de: “cuando quiere bien que oye”. Desde este punto de vista, sentir rabia contra un niño nunca esta justificado porque los niños solo hacen cosas de niños, nuestra rabia siempre nace en otro lugar. Pero todos hemos sentido esa rabia desplazada (compatible con un amor infinito, por supuesto) y todos nos la hemos justificado de alguna manera.
Es fácil que el confinamiento provoque enorme frustración causada por un enemigo invisible y que tengamos muy cerca a los blancos predilectos de la agresión desplazada: los niños, nuestras parejas o las personas mayores. Nuestra mente ha buscado desesperadamente a un enemigo visible para descargar contra él: los chinos, la gestión del Gobierno, la gente que va sin mascarillas, o el señor que lleva de la mano a su hijo autista. Pero no lo hemos encontrado: el causante de nuestra frustración es visible solo al microscopio. Cuando el caldo de cultivo de la agresión desplazada es tan favorable como ahora, quizá sea un buen momento para empezar, por fin, a reconocerla y a conocerla. ¿Cómo? Fácil, observando a alguien muy cercano a mí y que lo haga con cierta frecuencia: yo.

viernes, 3 de abril de 2020

¿Cómo funciona la mente confinada? 1. Sensación de irrealidad.



Nuestro cerebro hace un duro trabajo estableciendo lo que es real. Cuando soñamos, el sueño es la única realidad. En cuanto despertamos, otra parte de nuestra mente toma el mando y etiqueta lo que hasta hace unos segundos era la única realidad, como un  sueño. Si tienes ese mecanismo alterado, te cuesta distinguirlo; eso son la alucinaciones. Lo divertido de ver cine es prestarse a que una máquina engañe a nuestro cerebro proporcionándole por una rato una realidad alternativa; si la película es buena llegas a una inmersión total; si no, entras y sales de esa ilusión. La idea de lo que es real es fluida y cambiante: en la práctica son las expectativas que tenemos sobre lo que es posible que ocurra en nuestro microcosmos. Una curiosa expresión que se ha vuelto común explica muy bien esto. “…era como estar en una película…” La utilizamos para describir la sensación de estar viviendo en la realidad algo que hasta entonces no formaba parte de ella. Por ejemplo, si vamos tranquilamente por la calle y vemos a unos policías rodeando un banco en el que unos atracadores se han encerrado con rehenes. Lo contaríamos diciendo que parecía una película porque eso no es algo que pase en nuestro microcosmos, aunque sabemos que pasa en la realidad ampliada, pero solo porque vemos el telediario. Si viviésemos en un país en el que escenas así son cotidianas, nunca diríamos “parecía una película” porque nadie nos entendería, más bien diríamos algo como “ojalá fuese una película”. Durante los primeros días del confinamiento muchos, al despertarnos, tardábamos un rato en darnos cuenta de que el no poder salir de casa porque se ha declarado una pandemia no era una pesadilla reciente ni el recuerdo de una película apocalíptica, sino el día real que estábamos empezando a vivir; la realidad nos caía encima y no podíamos quitárnosla sacudiendo los hombros. Nuestro cerebro hacía el duro y sorprendente trabajo de obligarnos a aceptar como real algo que preferiríamos que no lo fuese. La sensación se va atenuando según pasan los días porque a partir de ahora, y por desgracia, estar encerrados en casa porque se ha declarado una pandemia, ya no es algo que pasa solo en las películas (o en países lejanos, lo cual en la práctica tiene el mismo sentido de irrealidad que una película). Por eso, cuando nos preguntamos si después de esto todo volverá a ser igual, si bajará la contaminación o si seremos más solidarios, o volveremos a un consumismo inconsciente, pensemos que solo hay un cambio seguro: nuestro sentido de lo que es real va a cambiar para siempre lo que significa que nosotros vamos a cambiar para siempre. Durante la Transición, cuando había situaciones políticas complicadas y mi padre se preocupaba mucho, yo le decía que exageraba. Un día me contestó: “no sabéis cómo empieza una guerra; empieza así, sin avisar y luego ya nadie puede controlarlo”. En mi noción de realidad no entraba la posibilidad de una guerra. En la suya sí porque lo había vivido y cuarenta años después seguía formando parte de su idea de la realidad. Dejemos que nuestro cerebro haga el ingrato trabajo de modificar nuestro sentido de lo real; el retraso en reaccionar, tanto de los gobiernos como de los ciudadanos, de todos nosotros, no se debió solo a negligencia o a irresponsabilidad, sino a no creer que esto entrase dentro de lo posible. Y apliquemos este duro aprendizaje a cosas como la catástrofe climática que se avecina. Por mucho que nos avisen los científicos, no es real para nosotros, por eso no reaccionamos. Como los galos de Astérix que a lo único que tenían miedo era a que el cielo les cayese sobre la cabeza pero, como ellos decían, “eso no va a pasar mañana”.

Jaime Larriba. Psicólogo Clínico

lunes, 4 de abril de 2016

De entre los muertos

Volver de entre los muertos -cuando nos daban por muertos- y consumar una venganza planeada durante años en la sombra mientras sanaban nuestras heridas. La desgracia y la pérdida nos han transformado hasta hacernos irreconocibles y así podemos observar sin ser vistos cómo disfrutan los que nos lo quitaron todo, cegados por la absurda presunción de que nadie puede quitarles lo que ellos tan fácilmente arrebataron a otros. No ven lo que se les viene encima. Cuando por fin asestamos el golpe nos miran como si viesen a un fantasma: “no puede ser...estabas muerto” y por fin contestamos: “estoy vivo y vengo a hacer justicia”. En ese momento supremo, en el clímax de la venganza justiciera ¿sentiríamos una paz infinita caer sobre nosotros como una lluvia benigna? ¿o sentiríamos el vacío, la soledad paradójica de no tener ya enemigo? ¿o no sentiríamos nada en absoluto, agotados por los años en que la preparación de la venganza consumió nuestra capacidad de sentir? No lo sé, nunca he disfrutado de una venganza parecida, aunque me parece un subidón. El caso es que algún deseo profundo tiene que estar relacionado con ello porque, como a mucha gente, me fascinan las historias de vengadores que renacen de sus cenizas y que, de una forma curiosa, engarzan con un tema clásico del folklore, el mito de los revenants; palabra de origen francés que significa algo así como “retornado” y se utilizaba para los seres fantásticos que vuelven de entre los muertos.
El año pasado disfrutamos en cine de una nueva versión del tema: Phoenix, dirigida por Christian Petzold e interpretada por Nina Hoss, quien ya interpretó en Barbara, también dirigida por Petzold, a una mujer a la que le han quitado casi todo. La diferencia es que si en Barbara echábamos de menos la rabia y el deseo de venganza, en Phoenix son el tema central. Varios críticos la han comparado con Vértigo, la obra maestra de Hitchcock, que tenía como subtítulo, precisamente, De entre los muertos.
Y The Revenant, El renacido, fue el acertado título de una estupenda novela de Michael Punke que narra la historia real de mi héroe vengador favorito: Hugh Glass. Fue un cazador que vivió a principios del siglo XIX en las Montañas Rocosas. Contratado por el ejército americano, formó parte de la expedición llamada “los 100 de Ashley”, que remontó el río Missouri. Para apuntarse a la expedición solo había que contestar a un anuncio en el periódico; eran otros tiempos. Glass (curioso nombre para alguien que era todo menos frágil) fue elegido para una pequeña partida de caza en la que fue atacado por una osa grizzly que le desgarró con dientes y zarpas. La expedición tenía que seguir adelante así que dejaron a dos hombres junto al trampero agonizante con el encargo de esperar a que muriese y enterrarlo. Como tardaba en morir lo abandonaron llevándose su rifle, su cuchillo y su ropa. Pero no murió y realizó un viaje sobrehumano de más de trescientos kilómetros sin tener siquiera una navaja, arrastrándose, comiendo raíces, disputando la carroña a los lobos y haciendo cosas terribles para evitar que sus heridas se gangrenasen, como tumbarse sobre un árbol podrido para que los gusanos se comiesen su carne infectada. Consiguió llegar a Fort Kiowa, donde lo curaron y desde donde emprendió un largo viaje para buscar a los que lo abandonaron y robaron. Cuando los encontró, uno era aún demasiado joven y le dio pena. El otro se había hecho militar y matarlo habría significado la horca. Al menos tuvo la satisfacción de poder decirle -mientras el otro lo miraba como quien ve a un fantasma: “ese rifle que llevas es mío”. El gran Alejandro Rodríguez Iñárritu ha recuperado esta historia increíble para una película protagonizada por Leonardo DiCaprio, quien no tiene ni de lejos los rasgos que mi imaginación atribuye a Hugh Glass. Sí los tuvo Richard Harris, quien protagonizó en 1971 una versión de la historia, El hombre de una tierra salvaje, difícil de superar.
Héroes ambiguos de historias agridulces, los retornados convierten su propia reconstrucción en misión, en trabajo de hércules que ellos mismos se asignan. 
Otro gran revenant es el Conde de Montecristo -también basada en unaa historia real: la de un zapatero francés injustamente encarcelado- ejemplo perfecto de una venganza justiciera acariciada durante años y con todo el oro y todo el tiempo del mundo para ejecutarla. También Edmundo Dantés, como Hugh Glass, se encuentra con que la venganza es más fácil de planear que de ejecutar, porque es inevitable que al llevarla a cabo sufran inocentes y porque, si la venganza ha de ser justa (si no lo fuese no seríamos muy diferentes de nuestros agresores) ¿cómo se mide exactamente la culpa de cada uno?
De alguna forma creo que esta es la narrativa que estaba en la base -de forma no explícita- de Searching for Sugarman y que quizá explique el éxito popular del documental. Sixto Rodríguez no parece un hombre vengativo, no sabemos qué rumiaba los largos años que se mantuvo apartado de la música profesional, ni si vivió con amargura su inicial fracaso. Sí sabemos que fue expoliado de sus derechos durante los años en que su música triunfaba en Sudáfrica sin que él lo supiese. Curiosamente circuló la leyenda de que había muerto envuelto en llamas, por un accidente durante una actuación, así que a los ojos de los que creyeron esa historia, volver a ver a Sixto Rodríguez en un escenario muchos años después debió de ser como ver al propio Fénix renacido de sus cenizas. Aunque Sixto no volviese para vengarse, creo que cuando nos identificamos con su historia, no podemos evitar hacerlo desde una posición revanchista: “...me ignoraron, he tenido que vivir en la sombra, trabajando duramente con las manos mientras otros se aprovechaban de mi música haciendo creer que había muerto; me dijeron que no servía, que no me molestase; pero he vuelto, estoy aquí y yo tenía razón.”
La fascinación por estas historias, que apelan a un sentido de la justicia atávico e instintivo, elude estructuras morales muy posteriores, como el perdón, la delegación de la justicia o la reconciliación y tiene, en ese primitivismo moral hondamente arraigado en nosotros y por ello hondamente satisfactorio, su principal efecto llamada.

martes, 27 de mayo de 2014

El tren de la vida

Y de pronto las pantallas de Cineciutat se llenaron de trenes; por una curiosa carambola de programación, coincidieron durante una semana tres películas en las que el tren como escenario juega un papel importante: Deseos humanos, Snowpiercer y Tren de noche a Lisboa. Esto, con ser curioso, tampoco es estadísticamente tan improbable ya que la fascinación del cine por los trenes se remonta a aquel día de 1895 en que los hermanos Lumière presentaron en un café de París los 50 minutos de La llegada del tren y a partir de entonces grandes y pequeñas películas han jugado con la fascinación que nos provoca ese conjunto de habitáculos llenos de seres humanos que intentan vivir sus vidas únicas mientras viajan a toda velocidad por un camino que ya está trazado férreamente en las vías. Lo que sí es mucha coincidencia es que tanto en Deseos humanos como en Snowpiercer el tren tenga un papel determinante, hasta el punto de que parece tener sus propios designios y se convierte en una metáfora del destino. En Snowpiercer los protagonistas, pertenecientes a la clase social más baja, la de los vagones de cola, se afanan por alcanzar la cabecera del tren, la locomotora, porque creen que así podrán controlar su propio destino. Como dice uno de ellos, “todas las revoluciones fracasaron porque no tomaron la locomotora”. Indiferente a sus anhelos y convertido en una nueva Arca (los pasajeros son los supervivientes a una catástrofe ecológica, un “diluvio” de nieve y frío) el tren avanza inexorable siguiendo los planes de un demiurgo que vive en la cabecera del tren, un Noé que tiene muchos puntos en común con el personaje bíblico según una lectura más moderna, la de Darren Aronofsky en la película Noé, es decir un fanático convencido de que tiene que cumplir una misión salvífica aunque sea en contra de la voluntad de los salvados. El relato de Deseos humanos, por su parte, también viene de antiguo aunque no se remonte a la Biblia (o quizá se remonte a antes de la Biblia). El caso es que en su versión moderna se origina en La Bête humaine, una novela de Zola de 1890 que conoció varias versiones en el cine, una alemana, muda, Die Bestie im Menschen, y la gran película que dirigió Jean Renoir en 1938, La Bête humanine. En todas ellas, huracanes de pasiones y anhelos tristemente humanos, sobre todo el de ser algo más de lo que se es, de tener algo más de lo que se tiene, llevan a los protagonistas al límite, al asesinato, a la desesperación....mientras el tren avanza, cambiando de vía, cruzando puentes y túneles, su penetrante silbido como la carcajada de un dios que se riese de los deseos humanos. Quizá ninguna de ellas ha tenido la fuerza visual de las últimas páginas de la novela de Zola: los dos maquinistas se asesinan uno a otro y el tren continúa su loca carrera indiferente a todo, lleno de jóvenes soldados que van a la guerra y que cantan canciones patrióticas, todavía ignorantes del hecho de que su muerte no será heroica y ya está escrita...en las vías del tren.

sábado, 30 de noviembre de 2013

Un donjuán de andar por casa

Lo que más me ha interesado de la estupenda película de Mariano Barroso Todas las mujeres es la forma en que actualiza y difumina el mito de Don Juan hasta dejarlo casi irreconocible -y por eso más efectivo- gracias a una interpretación extraordinaria de Eduard Fernández. ¿Es posible que este hombre solo y acabado, perdido en ese chalet que ni siquiera sabe si es suyo, estafador penoso, mentiroso compulsivo, sea un donjuán? Y, si nos acercamos a él, vemos que expresa todos los matices del mito: pasa de una mujer a otra sin sentimientos, intentando conseguir lo que necesita de ellas antes de abandonarlas, no está comprometido con nada más que con sus propios deseos y necesidades -no solo sexuales- y no se para en nada para satisfacerlos; tiene labia fácil y atractiva, se mueve siempre desde la seducción antes de conseguir su objetivo y desde el desprecio cuando ya lo ha conseguido; y, sin embargo, la gente sigue acudiendo a su llamada; cada vez menos, cada vez con más recelo, pero siguen acudiendo; tiene, incluso, su “convidado de piedra”, magistralmente representado en ese sillón vacío al que habla como si estuviese ocupado por su suegro, siguiendo la sugerencia de la psicóloga (la técnica de la “silla caliente”) sillón que, como buen convidado de piedra, permanece mudo ante el monólogo autojustificatorio de Don juan. A fin de que cuentas es la palabra del suegro (el comendador, en la obra de Tirso) la que le condenará o salvará del infierno (la cárcel para el ¿pobre? Nacho).

Entonces ¿es un impresentable o un simpático rebelde? Los distintos relatos que han ido desarrollando el mito lo han visto desde ambos ángulos y seguramente esa ambigüedad es la esencia del personaje y de la fascinación que provoca. Los relatos del siglo XVII lo presentaban como a un libertino despiadado que seduce a las mujeres con engaños, que no respeta los símbolos religiosos y que finalmente recibe su castigo, es el Don Juan de Tirso. Hubo muchas otras historias de parecido talante y todas ellas acaban con alguna forma de castigo, incluso alguna tuvo el amenazador título de No hay deuda que no se pague ni plazo que no se cumpla, título que es en sí mismo una moraleja.

La vieja masculinidad está basada en dos mitos que parecen contrapuestos pero están secretamente unidos: el patriarca y el libertino. Por un lado, el individuo de orden que defiende la ley y la impone; hombre de familia y autoridad, sin fisuras ni vicios, adicto al trabajo, sin tiempo para tonterías. Por otro, el libertino, soltero o casado infiel, sin oficio conocido, transgresor de la ley y de las normas, embaucador, cínico, descreído y promiscuo. En realidad la vieja masculinidad consistía en aspirar a ser lo primero mientras se deseaba ser lo segundo, siendo el resultado generaciones enteras de hombres atrapados en un dilema imposible que tiene su expresión extrema y grotesca en Berlusconi: máximo patriarca y autoridad de un gran país, representante de los valores conservadores de día, bufonesco don juan de noche; mezcla absurda de galantería y misoginia, encarna de forma sumamente estereotipada las dicotomías del dictador/transgresor o el protector/abusador y no extraña que fascine y seduzca al sector de la sociedad al que le interesa defender esos estereotipos. Ni extraña tampoco que sea ya inútil y empiece su caída a partir del momento en que su corrupción es de tal alcance, tan evidente, que resulta imposible mantener la apariencia que era la esencia de su función social: ser el modelo triunfador de la vieja duplicidad masculina.
Por eso el relato clásico incluye el castigo y la oferta hipócrita de alguna forma de redención, porque el hombre/patriarca desea en el fondo que el hombre/donjuán siga realizando los ocultos deseos de todos, al tiempo que lo castiga para mantener el poder.
Si alguien encarnó en la realidad el mito de Don Juan fue Giacomo Casanova: embaucador, rebelde, mentiroso, embajador de falsas loterías por todas las cortes de Europa, curandero, duelista, conquistador irresistible y compulsivo, librepensador o religioso según le conviniese...es curioso que lo que se enseña de él en Venecia es la celda en la que estuvo preso y de la que se fugó de forma rocambolesca. Parece muy lejana su imagen glamurosa de la de Nacho, nuestro donjuán de andar por casa, el vecino; y, sin embargo, los une una trayectoria y un destino común: la soledad que va cayendo sobre ellos lentamente, hasta que es lo único que les queda entre las manos cuando descubren, dolorosamente y casi siempre demasiado tarde, que se puede engañar a todo el mundo algunas veces, pero no se puede engañar a todo el mundo siempre.

domingo, 10 de noviembre de 2013

La educación (sentimental) de Adèle.



Llevado por mis propios prejuicios creía que La vida de Adèle sería una historia sobre las dificultades del amor homosexual: nosotras dos contra el mundo, que en el fondo es la estructura de Romeo y Julieta: la fuerza -o la debilidad- del amor contra las barreras sociales. Pero esta inteligente película tiene el acierto de ir por otros derroteros; porque Adèle tiene la inmensa suerte de vivir en un mundo -o en un nicho social- en el que el amor homosexual es sólo tan bello y difícil como el hetero. Y porque ni siquiera el amor es el protagonista de la historia. No, el amor es el paisaje -sobrecogedor- por el que discurre el viaje de Adèle para convertirse en persona. No es casualidad que la película tenga dos partes perfectamente diferenciadas. En la primera la vemos en el instituto: aprendiendo literatura, bailando en manifestaciones, tonteando con chicos y después con chicas, en su habitación en casa de sus padres, rompiendo un corazón y finalmente arriesgando el suyo al enamorarse de una chica con el pelo azul. En la segunda parte la encontramos viviendo con Emma, enseñando a niños en un colegio, organizando comidas, visitando a sus padres, intentando o ensayando su vida adulta. Si la primera era una historia de descubrimientos: la literatura, la enseñanza, el sexo, la política...la segunda es de una autoafirmación a veces dolorosa. También es una opción muy inteligente presentar la vida de Emma -totalmente volcada en su carrera de joven promesa de la pintura- como más glamurosa que la de Adèle; todo en Emma -sus amigos, sus intereses, su trabajo, la pasión con que hace las cosas- parece terriblemente interesante pero Adèle sabe -y es el primer gesto realmente adulto que vemos en ella- que su vida tiene que seguir un camino diferente; en el deseo de Emma de hacerla cambiar se descubre a sí misma como en un negativo. Por todo eso la escena final en que se aleja sola por la calle dejando atrás un mundo que no es el suyo, un amor ya imposible y un romance posible pero insípido, no es una imagen triste sino liberadora; ha tenido que perder mucho y sufrir mucho para encontrarse así: sola pero libre, dispuesta por fin a empezar su propia aventura. 
Historia de crecimiento e iniciación a la manera de La educación sentimental de Flaubert o Las desventuras del joven Werther de Goethe y de toda la tradición del roman d'apprentissage, de los cuales es una puesta al día excepcional, La vida de Adèle nos recuerda, sin en ningún momento hacerlo explícito, sin palabras con mayúsculas o pedantes diálogos, sólo a base de imágenes de una intimidad turbadora, que el crecimiento personal no es algo que se pueda aprender en un cursillo a medida; es algo que nos ocurre a pesar nuestro, es la única forma de seguir a flote.