martes, 21 de febrero de 2012

¿Es real la realidad?

He estado disfrutando de la estupenda serie de la HBO “In Treatment” en la que un más que creíble psicólogo interpretado por Gabriel Byrne atiende a cuatro clientes, uno por episodio y cado cinco episodios se convierte él mismo en paciente al acudir a su propia terapeuta (DianneWiest). Lo primero que resulta sorprendente es cómo sólo a base de talento se puede hacer un producto así, en el que el escenario no cambia, no hay coches, ni calles, ni exteriores, sólo dos personas hablando. Estamos ante la misma propuesta de “Un dios salvaje”: los personajes viven grandes aventuras sin salir de una habitación, basta con hacerse preguntas sobre uno mismo. Pero a continuación y precisamente como resultado de ese talento, lo que más me sorprende es la ilusión de realidad que transmite. Insisto en lo de ilusión: los episodios duran 30 minutos y reproducen una sesión de entre 45 y una hora sin que en ningún momento te percates de esos minutos que no han ocurrido. Los intercambios entre terapeuta y cliente son totalmente realistas si dejamos aparte diferencias técnicas; quiero decir que muchos psicólogos reales hablan así y dicen esas cosas y conducen así la terapia. Los personajes -teniendo en cuenta que hablamos de otra cultura, la estadounidense- parecen cercanos, sus problemas podrían ser los nuestros o los de gente que conocemos y la forma que tienen de enfrentarse o no enfrentarse a ellos y de mentirse sobre ellos -incluido el psicólogo- también la conocemos. Y sin embargo no es real. Es verosímil, es decir, similar a la verdad, pero no es de verdad. Al pensar en ello he recordado una de las primeras veces que me conecté a internet; había leído que habían instalado una webcam oculta en un parque nacional en Kenia, al borde de un pequeño lago, un abrevadero donde muchos animales iban a beber; me parecía mágico poder ver aquello, un pedazo de vida natural “real” como por el ojo de una cerradura. El caso es que me conecté y no se veía nada, sólo la mancha azul del lago vacío: nada de antílopes engullidos por cocodrilos en el momento de inclinarse para beber, nada de luchas a muerte entre leones macho disputándose un trago de agua, nada de buitres posándose sobre las carcasas de los que no lo habían conseguido, nada. Sólo el tiempo vacío de un día en la sabana de Kenia, un día real en el que no pasaba nada, o no pasaba ninguna de las cosas que yo he aprendido como “pasar algo”. Claro que pasaban cosas en Kenia, la vida continuaba con sus silencios y sus vacíos, en alguna parte había animales bebiendo y muriendo, pero nadie unía esas cosas para mí en una narración con sentido. Ese día me di cuenta de cómo distorsionan nuestra percepción de la realidad los documentales de naturaleza en los que parece que los bichos siempre están luchando por su vida y pensé que lo realmente educativo sería que la gente contemplase durante horas esa mancha azul en la pantalla de su televisor. Y por primera vez me pareció entender que lo que hizo Andy Warhol en su película “Sleep” en la que se ve a su amigo el poeta John Giorno durmiendo...durante seis horas, sí era una obra de arte y no una “boutade”, porque era una pregunta sobre el arte como narración de la realidad y sobre la realidad como negación del arte. Por eso historias como las de “En terapia” se acercan a la verdad de la ficción, que no es la verdad de la realidad; son como mirar el lago y ver por fin a un pequeño antílope acercarse a beber mientras algo rugoso, que podría ser la cabeza de un cocodrilo -o no- empieza a asomar a pocos metros.

sábado, 18 de febrero de 2012

El infierno no son los otros

Difícil quedarse indiferente ante el minucioso relato del descenso a los infiernos de “Shame”, la perturbadora película de Steve McQueen. Las calles de Manhattan sirven de poético escenario para el viaje interior de Brandon, un hombre joven, atractivo, con dinero, que persigue el placer sexual sin limitaciones morales ni, sobre todo, emocionales. Reflexión honesta e incómoda sobre el deseo masculino, sobre el narcisismo como forma de estar en el mundo, sobre el sexo como respuesta; es, curiosamente, la imagen simétrica de la anterior película de Steve McQueen en la que el mismo actor, el estupendo Michael Fassbender interpretaba a Bobby Sands, el activista del IRA que murió tras 66 días de huelga de hambre en la prisión de Maze (laberinto). Difícil imaginar dos seres más diferentes: el primero, un hedonista en serie que huye del mínimo compromiso emocional hasta el punto de que necesita ocultar absurdamente la emoción que le produce escuchar una canción (“New York, New York”, interpretada hipnóticamente por Carey Mulligan) o que es incapaz de tener una erección si alguien le hace un gesto de cariño; el segundo, otro hombre joven que vive por y para una causa que no verá cumplirse y que renuncia a cualquier forma de comodidad, higiene o mínimo placer (es la época de las “huelgas de sábanas” en que los presos del IRA se negaban a vestir uniforme de presidiario y se cubrían sólo con las mantas de la prisión y pintaban las paredes de las celdas con sus propios excrementos) por unos ideales compartidos con gente a la que ya ni siquiera puede ver y que en esa autoexigencia va más allá del instinto de supervivencia y muere de inanición. Y sin embargo, y aceptando que mi enfermizo interés por la narrativa puede llevarme a conclusiones locas, veo muchos puntos de semejanza en ambas historias como si en las dos, rendirse al instinto o negarlo radicalmente, hubiese una búsqueda de absoluto, una extraña forma de pureza que conduce a infiernos diferentes; como si Steve McQueen hubiese elegido contar, en sus dos primeras y extraordinarias películas, el anverso y el reverso de la misma historia; y me pregunto si él lo sabe.