martes, 14 de abril de 2020

¿Cómo funciona la mente confinada? 3. Vivir desenfocados.

Nuestra atención es nuestro bien más preciado. ¿Qué es el capitalismo, sino un gran secuestro de la atención? Todo el que vende algo sabe que no hay que ir a por el dinero de la gente; hay que ir a por su atención, el dinero viene detrás. Solo vivimos cuando atendemos. La suma del tiempo que realmente hemos vivido es la suma de los momentos en que estábamos de verdad presentes: en una conversación interesante, difícil o divertida, en un libro o película difíciles, interesantes o divertidos, en un trabajo que se nos da bien, o en bailar aunque no se nos dé bien, en disfrutar de estar con alguien sin pensar en lo que tienes que hacer después o en lo que has hecho antes. Ese es el tiempo de nuestra vida, el resto lo hemos pasado durmiendo o preocupados o dejando que los infinitos estímulos que pelean por nuestra atención la secuestren. 
No tiene por qué ser intensa, o concentrada, existe la atención errante, el estado feliz de un paseo o de una música que nos lleva de un recuerdo a un sentimiento, enfocados en el fluir de la vida. Completamente diferente de la dispersión ansiosa de no saber qué comprar en unos grandes almacenes.
Atender es una forma de amor. En realidad la única. Es el vehículo por el que nuestro amor llega al otro; y el vehículo por el que recibimos el amor del otro. ¿Para qué me sirve que alguien me quiera si no me mira? Es la innata sabiduría de los niños cuando nos atosigan: “¡mira, papá!”. Lo saben: ¿de qué les sirve un padre o una madre que hacen todo por ellos excepto mirarlos? Por lo mismo, esa frase fatídica en las parejas: “Ya no me miras”. 
Y porque es tan valiosa, buscamos desesperadamente la de los demás pero nos cuesta dar la nuestra. Y es sorprendente con cuánta facilidad dejamos que se pierda. Quizá porque, aunque nos gusta creer que la controlamos, que decidimos en qué enfocarnos y aunque sea la única libertad que tenemos, no es totalmente nuestra. Primero, porque es un recurso finito: es sumamente costosa para el cerebro, que al atender consume grandes cantidades de energía. Se agota rápidamente cuando hay que hacer elecciones entre muchos estímulos, o con la falta de sueño o por la ansiedad. En segundo lugar es muy sensible, está programada para atender enseguida a lo que parece nuevo o raro, a los sonidos y colores intensos, a lo que tiene que ver con el sexo, con la comida o con mi estatus entre los demás. Se agota también en el propio funcionamiento de la mente, que tiende a rumiar y a perderse en obsesiones. Para ser un recurso tan escaso y frágil lo malgastamos con una despreocupación sorprendente.
Antes del confinamiento todo iba demasiado deprisa y al principio del confinamiento todo parecía ir demasiado lento. Ahora parece que el tiempo pasa a su velocidad real. Pero el tiempo es el mismo, es el foco de mi atención lo que cambia. Estas semanas  sin salir han sido la primera época de mi vida de adulto en la que he tenido tiempo, mucho tiempo. Y ahora que lo tengo constato que su valor no se mide en horas o días sino en las cosas, las personas, los estados en los que me enfoco y en la vida que eso me devuelve. ¿Me servirá este paréntesis para rescatar parte de mi atención secuestrada? En el cómputo de los días que realmente he vivido ¿quedarán solo -de estas semanas o estos meses- unos poco fragmentos de tiempo real perdidos entre preocupaciones, obsesiones y respuestas automáticas a cosas que solo me han interesado unos segundos? ¿o quedará como un tiempo en el que estuve presente en mi propia vida?

¿Cómo funciona la mente confinada? 2. Agresión desplazada

¿Cómo funciona la mente confinada?
2. Agresión desplazada.
El cerebro no es una máquina perfecta. Como dijo un biólogo, la evolución, que es responsable de su diseño, no es un ingeniero sino más bien un chatarrero. Recicla pedazos que han servido a unos seres vivos y los ensambla para desarrollar otros. Por ejemplo el sexo, que sirve en algunas especies exclusivamente para la reproducción, en nosotros está reciclado para varios fines además del básico reproductivo; cohesión social, formación de vínculos, reducción del estrés…También la agresión (física, verbal o de cualquier tipo) sirve para varios fines además del básico, que es la defensa. Entre ellos, curiosamente, está también la reducción del estrés (y no es el único aspecto en común con el sexo, aunque ese es otro tema). La agresión reduce enormemente el estrés generado por cualquier ataque o frustración, ya que implica hormonas muy semejantes a las que se activan en cualquier deporte de esfuerzo. Los problemas empiezan cuando no podemos dirigir la agresión contra la causa de nuestra frustración; esto puede ocurrir por varias razones: porque quien nos ha provocado es más fuerte que nosotros y agredirlo significaría más estrés del que podría aliviarnos; porque la fuente de la frustración sea intangible (una enfermedad o una epidemia, dolor, hambre…); por miedo a represalias o a la desaprobación social. En estos casos, que son una buena parte de las situaciones frustrantes o estresantes, la mayoría de los mamíferos recurrimos a la agresión desplazada: agredir a un individuo u objeto que no causó la frustración. El haber heredado este cruel mecanismo evolutivo es causa de mucho sufrimiento.
La forma más frecuente es la agresión desplazada desencadenada: alguien lo bastante débil como para no poder responder a una agresión nuestra, nos provoca una pequeña frustración que desencadena la rabia que hemos acumulado por agresiones mayores provocadas por otras personas o circunstancias y a las que no hemos podido responder. Un ejemplo clásico en la vida cotidiana es lo que los investigadores de estos temas llaman “road rage” o cabreo al volante. Conducir puede ser muy estresante y las causas son muy complejas (aunque la principal de ellas es muy simple: que todos queremos tener coche). Basta que alguien cometa algún pequeño error conduciendo que nos afecte lo más mínimo, para que se convierta en blanco perfecto de toda nuestra rabia. Por cierto, puntuaciones altas en “road rage” se considera que predicen de forma bastante certera quién es más propenso a la agresión desplazada.
Se sabía desde los principios de la Psicología que el confinamiento aumenta la agresividad, bastaba con observar lo que ocurría con los pobres ratoncitos blancos utilizados en los primeros experimentos y hacinados en jaulas. Pero hasta hace relativamente poco tiempo no se han empezado a observar los efectos dramáticos de la agresión desplazada y su universalidad. Una de sus leyes es que siempre va hacia abajo. El macho Alfa muerde al Beta, este muerde a una hembra, esta a una cría (sobre todo si no es suya) y la cría muerde a otra más pequeña, que no puede morder a nadie, solo a sí misma. Así se disipa la frustración en un grupo.
Por esta ley, el blanco prioritario de este tipo de agresión desplazada son los niños, porque cumplen todos los requisitos: no pueden devolver la agresión, no tienen escapatoria y con frecuencia son desencadenantes de pequeñas frustraciones porque, por su propia naturaleza, molestan: gritan, corren y rompen cosas (otro fallo de diseño, la evolución no contó con que los niños crecerían en pisos). El segundo blanco prioritario son las mujeres; aunque la violencia machista tiene además otras causas, el desplazamiento de la agresión es determinante ya que para muchos hombres es la forma preferente de gestionar su frustración.
Lo único que diferencia la agresión desplazada de los humanos de la de otras especies, sobre todo de otros primates, es que los humanos tenemos un sesgo de coherencia. Nuestro cerebro tolera mal la incoherencia y las disonancias. Necesitamos creer que nuestro comportamiento es coherente, es decir, que está justificado. Si me toca pagar impuestos y busco una forma de no hacerlo, lo justificaré diciendo algo como: ”total, para que se lo lleven unos cuantos políticos corruptos…”, razonamiento que olvidaré inmediatamente cuando lo que me toque sea beneficiarme de los impuestos que han pagado los otros. Todavía no he conocido a nadie que explique su conducta diciendo “es que a veces soy así de egoísta” o “es que a veces soy incoherente con mis principios”. Como la persona que ha hecho de desencadenante de nuestra agresión desplazada siempre ha hecho “algo”, es fácil justificar nuestra agresividad, es decir, mantener nuestra autocoherencia: “el niño sabe que cuando grita me vuelve loco, lo hace para provocarme”. O si nos cabrea que el abuelo sordo no nos oiga, tenemos el curioso razonamiento de: “cuando quiere bien que oye”. Desde este punto de vista, sentir rabia contra un niño nunca esta justificado porque los niños solo hacen cosas de niños, nuestra rabia siempre nace en otro lugar. Pero todos hemos sentido esa rabia desplazada (compatible con un amor infinito, por supuesto) y todos nos la hemos justificado de alguna manera.
Es fácil que el confinamiento provoque enorme frustración causada por un enemigo invisible y que tengamos muy cerca a los blancos predilectos de la agresión desplazada: los niños, nuestras parejas o las personas mayores. Nuestra mente ha buscado desesperadamente a un enemigo visible para descargar contra él: los chinos, la gestión del Gobierno, la gente que va sin mascarillas, o el señor que lleva de la mano a su hijo autista. Pero no lo hemos encontrado: el causante de nuestra frustración es visible solo al microscopio. Cuando el caldo de cultivo de la agresión desplazada es tan favorable como ahora, quizá sea un buen momento para empezar, por fin, a reconocerla y a conocerla. ¿Cómo? Fácil, observando a alguien muy cercano a mí y que lo haga con cierta frecuencia: yo.

viernes, 3 de abril de 2020

¿Cómo funciona la mente confinada? 1. Sensación de irrealidad.



Nuestro cerebro hace un duro trabajo estableciendo lo que es real. Cuando soñamos, el sueño es la única realidad. En cuanto despertamos, otra parte de nuestra mente toma el mando y etiqueta lo que hasta hace unos segundos era la única realidad, como un  sueño. Si tienes ese mecanismo alterado, te cuesta distinguirlo; eso son la alucinaciones. Lo divertido de ver cine es prestarse a que una máquina engañe a nuestro cerebro proporcionándole por una rato una realidad alternativa; si la película es buena llegas a una inmersión total; si no, entras y sales de esa ilusión. La idea de lo que es real es fluida y cambiante: en la práctica son las expectativas que tenemos sobre lo que es posible que ocurra en nuestro microcosmos. Una curiosa expresión que se ha vuelto común explica muy bien esto. “…era como estar en una película…” La utilizamos para describir la sensación de estar viviendo en la realidad algo que hasta entonces no formaba parte de ella. Por ejemplo, si vamos tranquilamente por la calle y vemos a unos policías rodeando un banco en el que unos atracadores se han encerrado con rehenes. Lo contaríamos diciendo que parecía una película porque eso no es algo que pase en nuestro microcosmos, aunque sabemos que pasa en la realidad ampliada, pero solo porque vemos el telediario. Si viviésemos en un país en el que escenas así son cotidianas, nunca diríamos “parecía una película” porque nadie nos entendería, más bien diríamos algo como “ojalá fuese una película”. Durante los primeros días del confinamiento muchos, al despertarnos, tardábamos un rato en darnos cuenta de que el no poder salir de casa porque se ha declarado una pandemia no era una pesadilla reciente ni el recuerdo de una película apocalíptica, sino el día real que estábamos empezando a vivir; la realidad nos caía encima y no podíamos quitárnosla sacudiendo los hombros. Nuestro cerebro hacía el duro y sorprendente trabajo de obligarnos a aceptar como real algo que preferiríamos que no lo fuese. La sensación se va atenuando según pasan los días porque a partir de ahora, y por desgracia, estar encerrados en casa porque se ha declarado una pandemia, ya no es algo que pasa solo en las películas (o en países lejanos, lo cual en la práctica tiene el mismo sentido de irrealidad que una película). Por eso, cuando nos preguntamos si después de esto todo volverá a ser igual, si bajará la contaminación o si seremos más solidarios, o volveremos a un consumismo inconsciente, pensemos que solo hay un cambio seguro: nuestro sentido de lo que es real va a cambiar para siempre lo que significa que nosotros vamos a cambiar para siempre. Durante la Transición, cuando había situaciones políticas complicadas y mi padre se preocupaba mucho, yo le decía que exageraba. Un día me contestó: “no sabéis cómo empieza una guerra; empieza así, sin avisar y luego ya nadie puede controlarlo”. En mi noción de realidad no entraba la posibilidad de una guerra. En la suya sí porque lo había vivido y cuarenta años después seguía formando parte de su idea de la realidad. Dejemos que nuestro cerebro haga el ingrato trabajo de modificar nuestro sentido de lo real; el retraso en reaccionar, tanto de los gobiernos como de los ciudadanos, de todos nosotros, no se debió solo a negligencia o a irresponsabilidad, sino a no creer que esto entrase dentro de lo posible. Y apliquemos este duro aprendizaje a cosas como la catástrofe climática que se avecina. Por mucho que nos avisen los científicos, no es real para nosotros, por eso no reaccionamos. Como los galos de Astérix que a lo único que tenían miedo era a que el cielo les cayese sobre la cabeza pero, como ellos decían, “eso no va a pasar mañana”.

Jaime Larriba. Psicólogo Clínico