jueves, 23 de agosto de 2012

Once

Vuelvo a escuchar Once, el disco de Markéta Irglová y Glen Hansard que me ha acompañado durante mucho tiempo y vuelvo a preguntarme como otras veces si me gustaría tanto si no lo hubiese escuchado por primera vez viendo la película, en la que ves nacer esas canciones y asistes a las dudas, la mezcla de intuición y toma de decisiones que implica crear algo. Y creo que me gustaría si lo hubiese escuchado sólo como un audio, pero que no me diría tantas cosas. Cuando ví la película, hace unos seis años, leí algo sobre ellos que me hizo pensar que era casi autobiográfica: la historia de un músico callejero que conoce a una chica también música, cómo se hacen amigos y colaboran para sacar un disco con muy pocos medios. Aunque se presentaba como obra de ficción, irradiaba una sensación de realidad, de autenticidad. La película, a pesar de sus aparentes modestas pretensiones, tuvo un éxito rotundo y ganó, entre otros, dos importantes premios: Sundance 2007 y Oscar mejor canción 2007. Por lo visto fue durante la gira de promoción de la película que empezó una historia de amor entre Markéta y Glen, una historia que en la película sólo quedaba insinuada pero se intuía inevitable. La fama que les dieron esos premios tuvo como consecuencia que empezasen a salir de gira casi continuamente. En realidad ya funcionaban antes como grupo, “The swell season”. Y éste es el título del documental que se estrena ahora sobre sus giras, sobre la relación entre ellos, cómo les afecta la fama y cómo termina la relación amorosa para volver a ser de amistad y compromiso musical. En el documental desvelan algunas cosas sobre su vida “auténtica” aunque, desgraciadamente, parecen más interesados en hablar del Oscar y de lo pesado que es ser famoso que de su proceso creativo y esa pretensión de autenticidad plantea algunas preguntas. Cuando ellos “discuten”, normalmente porque Markéta no soporta a los fans o porque no acepta la pérdida de autenticidad que implica la fama (aunque en el momento de decirlo está haciendo una película que la hará aún más famosa) lo hacen delante de la cámara (es decir, delante de un equipo completo de técnicos) por lo que es imposible que sea una “auténtica” discusión aunque es posible que sea la recreación de alguna de las discusiones que han tenido, es decir, es una ficción construida sobre una realidad íntima que no conoceremos pero de la que se nos intenta dar la impresión que la estamos conociendo. Como ocurre en cualquier narración, todo depende de los momentos o de las acciones que se eligen contar y el orden y la forma en que se cuentan, lo que hace que el documental, aunque no sea ficción, tenga poco de real. La extraña impresión que me deja The Swell Season es que el documental que se suponía revelador “vela” más que la historia ficticia, que quizá no lo era tanto. Esto no es una crítica aunque lo parezca, es sólo una reflexión acerca de la imposibilidad del relato auténtico o, mejor dicho, acerca de lo problemático de las nociones de autenticidad o realidad aplicadas a la vida humana.

lunes, 16 de julio de 2012

El buen profesor

Fue un momento curioso elegir las películas que formarán el programa de un cinefórum que se pondrá en marcha el curso que viene sobre cine y educación. Cada profesor llevó sus propuestas y lo primero que me sorprendió fue que había un número elevado de coincidencias. Aunque todas eran pertinentes algunas tenían con la educación una relación sólo indirecta porque su tema central era la infancia, la exclusión social, etc. pero me fijé especialmente en las que recogían la figura del educador. Eran las siguientes: La clase, Hoy empieza todo, Ni uno menos, Profesor Lazhar, La Ola, El pequeño salvaje, El milagro de Anna Sullivan, Ser y tener, Precious, Los chicos del coro...
Otra cosa que me llamó la atención fue la ausencia clamorosa en todas las listas -incluida la mía- de El club de los poetas muertos, película con mucho éxito de público en su día pero que nunca fue bien aceptada ni por los críticos ni por los educadores, que la consideraban tramposa, sentimentaloide y previsible. Y, por razones obvias, nadie pensó en una película que me pareció divertida, aunque todo el mundo la considera una tontería: Escuela de Rock, revisión gamberra de El club de los poetas... en la que un impresentable rockero expulsado de su banda suplanta la identidad del profesor de música de un colegio elitista. Afortunadamente parece que el cine posterior entrega versiones del trabajo educativo más realistas e interesantes, con la excepción de Los chicos del coro, que supongo que se coló en las listas más por ser una película reciente que por sus valores cinematográficos o pedagógicos y que en todo caso para mi gusto queda muy por debajo de El club.... Y, por supuesto, a nadie se le ocurrió incluir los subproductos del cine americano más comercial que, siempre dispuesto a manosear los arquetipos hasta convertirlos en caricaturas, explotó hace años la figura del buen profesor en versión neofascista en películas horrendas en las que el supuesto educador era un o una (Michelle Pfeiffer, sin ir más lejos) ex-marine que tiene que ganarse a una clase de chavales “marginales” y que sólo consigue su respeto una vez les ha demostrado -de forma práctica, por supuesto- sus conocimientos de artes marciales (por lo visto, la única cosa que respetan los chavales marginales). Ahora bien, las que sí aparecen en las listas son más realistas pero sólo en la forma en que un relato puede serlo, porque todo relato está al servicio de uno o varios arquetipos. El “buen profesor” me parece una variante del intruso benefactor ya que en varias de las películas que he comentado, se trata de alguien que viene de fuera y que al principio es mal recibido. Otro de los elementos que conforman el arquetipo es que se trata de alguien poco convencional o que usa métodos poco convencionales, con lo cual siempre vehicula una crítica al sistema educativo. El buen profesor es solitario, no suele tener pareja ni hijos propios, vive en un hotel precario o en un pequeño apartamento con pocas posesiones, situación que acentúa su entrega a la tarea educativa, pero también su existencia un poco marginal, o quizá una dimensión austera y espiritual de su personalidad. Siempre choca con la oposición inicial del sistema educativo pero sobre todo de los alumnos, oposición que constituye su propia “tarea del héroe”. En el caso de Profesor Lazhar es porque viene a sustitutir a una profesora que se ha suicidado en la propia aula, lo que convierte su tarea en casi imposible y, por supuesto, ser un inmigrante argelino en Canadá no lo hace más fácil. Pero el buen profesor no es un héroe en el sentido herculeano aunque el relato pueda derivar hacia ese arquetipo quizá en los ejemplos más extremos como el Jean Itard de El pequeño salvaje que, cuando se enfrentó (porque no se puede usar otro verbo) al caso del niño salvaje del Aveyron era médico, no el pedagogo en que luego se convirtió. O la Ana Sullivan de El milagro... En ambos casos se enfrentan solos a una tarea desesperada que además tiene características monstruosas. En un sentido mítico ambos tienen que ir en busca del ser humano que se esconde tras la apariencia monstruosa de sus “pacientes”, tienen que derrotar al monstruo y salvar a la persona. Aunque ningún pedagogo definiría así su trabajo, creo que es así como míticamente se plantea en esas historias. Pero decía que sólo en esos casos extremos deriva el relato pedagógico hacia la tarea del héroe porque el buen profesor, aunque como persona suele ser descrito como un solitario, como educador pertenece a una hermandad que tiene una misión. Tampoco es un mentor, otra figura arquetípica, porque el mentor tiene un interés más personal, su misión es instruir a su “telémaco” en un oficio o para una tarea específica, quiere que se convierta en un tipo determinado de persona. El buen profesor, sin embargo, sólo aspira a que el otro se convierta en una persona y su tarea tiene así una dimensión espiritual; laica y humilde, pero espiritual. Por eso su forma de vida es austera, casi monacal; sus circunstancias personales insignificantes, como si hubiese renunciado a tener una vida propia; su carácter, inasequible al desaliento y al rechazo, se caracteriza por la perseverancia...y es en esas características tan idealizadas donde se origina la insatisfacción que producen a veces las películas del buen profesor, porque nos resulta difícil reconocer a los profesores reales que tuvimos o tenemos. Y, sin embargo, curiosamente casi todo el mundo recuerda a un buen profesor que, casi, casi, responde al mito.


martes, 12 de junio de 2012

Escrito desde Winterfell

Completamente abducido por el universo de Juego de Tronos, la estupenda saga épica de George R.R. Martin, no quiero que preguntarme por su valor literario me estropee el inmenso placer de leer seguidos los -de momento- cinco tomos, sobre todo cuando la duda sobre ese valor viene sólo de un dato estadístico: los lee mucha gente, lo cual no es nada más que una buena noticia. Prefiero hacerme otras preguntas. Por ejemplo ¿hay un placer especial en leer una larguísima novela o una saga? ¿Qué nos mantiene enganchados a una lectura tan larga? La respuesta no me parece difícil y no es teórica, es lo que estoy experimentando ahora mismo: una larga historia bien desarrollada y ambientada se compone de muchos personajes que se desarrollan en el tiempo y en el espacio de un universo ficticio pero verosímil y que, a base del contacto imaginario continuo terminan por tener una realidad en nuestra cabeza que no puede tener la ficción de un cuento o de una novela corta o mediana. Uno se habitúa a vivir en ese universo paralelo, conoce sus objetos, sus muebles, sus horas de comida y sueño, sus sabores... conoce a esos personajes de ficción mejor que a muchas personas reales porque tenemos acceso a sus pensamientos, intenciones, sus pequeños heroísmos y sus pequeñas miserias. Llega a ser tan real que ahora mismo, enfrascado en la lectura, me parece imposible que ese universo pueda extinguirse, que se acabará cuando llegue a la última línea del último tomo y que poco a poco en los meses siguientes irá desapareciendo de mi mente la ilusión de realidad que ahora tiene. Una ilusión consciente, claro, todavía no me he vuelto completamente loco y sé que mi casa es mi casa, no los agrestes muros de Winterfell. Pero es una ilusión, un engaño, gozosamente aceptado. No podría disfrutar de la lectura, perderme en ella, si no le diese esa ilusión de realidad. Como los sueños, que dejan de serlo en el momento en que uno se da cuenta de que está soñando. La imaginación no funciona completamente si uno no suspende su incredulidad parte del tiempo, si el mundo imaginado no llega a experimentarse como si fuese real. Y un mundo tan complejo y extensamente desarrollado -puede que la obra completa supere las cuatro mil páginas- y tan físico permite una experiencia completa de inmersión en un mundo paralelo que no tiene precio. Pero ¿por qué es tan valiosa? Una de las grandes preguntas de la narratología es: ¿es puro placer o es algo más? Es decir, si esa experiencia de inmersión en los mundos de ficción a la que somos tan adictos es universal y ha existido siempre ¿no es lógico pensar que cumple una función tan importante como el impulso sexual o el de buscar comida? Muchas respuesta se están dando a esa pregunta pero, si respondo directamente desde mis aventuras en el mundo de los Siete Reinos, diría que multiplica enormemente mis posibilidades de aprendizaje sobre mí mismo y sobre el mundo al situarme ante experiencias que no he vivido ni probablemente viviré tal como ahí se describen pero que me enseñan mucho sobre las que terminaré viviendo. En algún rincón de mi mente, mientras leo y me identifico sucesivamente con uno u otro -u otra- personaje y reconozco situaciones por las que he pasado o temo tener que pasar, una parte de mí no deja de preguntarse: en ese mundo ¿sería héroe o villano? ¿defendería mi honor (o mis principios) hasta la muerte o elegiría sobrevivir? ¿sería cobarde o al menos un poco valiente, leal a mis amigos o pronto a traicionarlos? ¿de enamoramiento fácil u obtusamente aferrado a la memoria del amor perdido? ¿desafiaría las reglas o me sometería a ellas? O esta pregunta tan curiosa ¿en ese mundo de fantasía yo sería de los que se enfrentan siempre a la realidad o más bien de los que se refugian en la fantasía?

viernes, 11 de mayo de 2012

Tiempos borrascosos

Cumbres borrascosas parecía una opción apropiada para la última visita a los agonizantes cines Renoir. En estos tiempos borrascosos que vivimos dan ganas de grabarse en la piel el lema de la casa Stark, los orgullosos señores del Norte en la estupenda saga Juego de Tronos: “Winter is coming”, el invierno se acerca. A las puertas del verano un oscuro invierno parece estar adueñándose de nosotros y, como en los Siete Reinos, los peores augurios dicen que puede que el invierno dure una década. Ese mismo espíritu invernal parece invadir esta versión hiperrealista de Cumbres Borrascosas que, a su vez, fue una versión gótica de Romeo y Julieta. La fuerza y la debilidad del amor contra las barreras sociales. Siempre he pensado que el amor es el tema romántico por excelencia no por su dimensión sentimental sino por su dimensión heroica: si la muerte es la victoria del tiempo, que todo lo arrasa, el amor es nuestra victoria contra el tiempo. No es esa victoria la realidad del amor cotidiano, marcado por la homogamia, la unión entre iguales, pero es como nos gusta imaginarlo; buscamos pareja entre quienes son como nosotros pero nos gusta creer que amaríamos igual la diferencia, que nuestro amor saltaría las barreras; nos gusta creer que el Amor es ciego, como la Justicia. Y ahora que sabemos que la Justicia no lo es necesitamos más que nunca creer que el amor sí, que podemos elegir a quien queramos y que esa elección resistirá todas las pruebas. Creo que todo esto está estupendamente recogido en la agreste versión de Andrea Arnold: un escenario continuamente barrido por el viento, emociones a flor de piel que sobreviven a la intemperie, barreras visibles e invisibles que no pueden contener un amor ciego, sin futuro pero sin concesiones, que va más allá de la muerte. Ver esta película es como revolcarse desnudo en la nieve: vigorizante si no te deja tieso.

miércoles, 11 de abril de 2012

"Intocable", un Sancho de "banlieu"

Tuve un profesor de filosofía que decía que la primera vez que lees El Quijote te ríes, la segunda vez lloras y la tercera piensas. Cuando vi “Intocable” me reí bastante, no lloré nada aunque sí me emocioné en alguna escena y no me puse a pensar hasta unos días después; a pensar, precisamente, en que acababa de ver una extraña revisión de El Quijote o, mejor dicho, del arquetipo que representa. Aunque a veces es difícil distinguir un arquetipo de un recurso narrativo. Muchas películas y novelas utilizan el truco narrativo de la pareja de amigos de personalidades contrapuestas que se embarcan en una aventura, una misión o un viaje. Son las “buddy movies” o pelis de colegas, como “Arma Letal” (la fórmula funcionó tan bien que hicieron cuatro) o, en una rara versión femenina, “Thelma y Louise” que además era una “road movie”. También Cervantes conocía esos trucos narrativos -El Quijote tiene la estructura de una “road movie” si cambianos la ruta 66 por los polvorientos caminos de la Mancha- pero además desarrolla arquetipos precedentes y crea uno nuevo, aunque de esto último no estoy seguro; no sé si la pareja arquetípica que representan Don Quijote y Sancho existió antes, lo que sí es seguro es que Cervantes la eleva a arquetipo universal, por lo que después se ha repetido muchas veces y creo que la última es la que encarnan Philippe y Driss. Philippe, como Don Quijote, representa el mundo mental (tanto que su cuerpo es inerte) asociado además a una clase social (que se cree) superior y a un idelismo que, desde el punto de vista de Driss, roza lo patológico: Philippe vive en un mundo de lecturas trasnochadas, utiliza un lenguaje hiperculto, colecciona arte vanguardista y mantiene una correspondencia romántico-platónica con una mujer a la que no ha visto ni en fotos (o sea, tiene su Dulcinea). Por su parte Driss representa lo físico, de hecho su tarea es ocuparse del cuerpo inerte de Philippe (también Sancho tiene que ocuparse del cuerpo malherido de Don Quijote), fisicidad que afirma rotundamente en su divertido baile con la música de Earth Wind and Fire; procede de un mundo marginal, su lenguaje es vulgar e irrespetuoso, sus intereses prácticos e inmediatos y su acercamiento a las mujeres nada idelista; en suma, es un moderno Sancho. Cervantes partió de dos arquetipos muy antiguos: el loco-cuerdo, es decir, el excéntrico que termina reveládose más cuerdo que muchos y el arquetipo del tonto-listo, el considerado inferior que termina demostrando más sentido común que los que lo despreciaban. Pero su genialidad fue que, partiendo del recurso narrativo de los caracteres contrapuestos -que por sí solo puede dar lugar a multitud de situaciones graciosas- desarrolló una historia de desvelamiento a través de la amistad, es decir, de una forma de amor, que permite a los personajes mostrar que son más de lo que parecen. La diferencia que los separa y que es el motivo originario de su colaboración (en ambos casos uno “contrata” al otro) se va diluyendo a través del diálogo que se establece en su aventura compartida y cada uno llega a descubrir al otro al que no podía ver porque sus prejuicios se lo impedían. No estamos ante una nueva versión de Perfume de mujer como se ha dicho, porque en esa historia predomina la relación mentor-discípulo. Don quijote no es el mentor de Sancho aunque al principio lo pretenda, ni Philippe lo es de Driss. Aunque parezca raro juegan de igual a igual y es la amistad la que los hace reconocerse por encima de sus diferencias y en ese reconocimiento los dos se hacen mejores. 
Otra cuestión es: ¿cómo una historia que se supone real encaja tan bien en un arquetipo? Hay dos explicaciones posibles. Puede ser que la historia real tenga muy poco que ver con el producto final (por ejemplo, que las personalidades de ellos dos no sean contrapuestas o no reflejen esa dicotomía) y que se haya modificado totalmente para que encaje en un arquetipo reconocible (inconscientemente) por el público; en ese caso da totalmente igual si la historia es real o no. O puede que los personas reales que protagonizaron la historia sí se parezcan a los personajes y que el arquetipo sea la forma de fijar una experiencia común pero muy significativa, a la manera como el arquetipo de Romeo y Julieta “fija” en el imaginario colectivo las dificultades reales de muchas parejas para mantenerse unidos ante la oposición de sus familias.


miércoles, 4 de abril de 2012

Lo extraño de estar vivo

Los agradecimientos que los autores escriben en sus obras -Borges, que daba las gracias a Homero o a Melville es un caso aparte- interesan bien poco porque los lectores no podemos saber en qué medida esas personas han contribuido realmente a la obra final. Por eso me llamó la atención el agradecimiento de Paul Auster al final de “Sunset Park”: “Siri Hustvedt, for the strangeness of being alive”. Siri es su esposa, una estupenda novelista de quien sólo he leído What I Loved (Todo cuanto amé) y de quien se publica ahora en español El verano sin hombres. Parece ser que fue ella quien dijo o sugirió la frase “la extrañeza de estar vivo” que Auster utiliza en un hermoso párrafo hablando de Ellen, una joven dibujante que ha okupado junto con unos amigos una casa abandonada: los bocetos son bastos y frecuentemente inacabados. Quiere que sus cuerpos humanos transmitan la milagrosa extrañeza de estar vivo. Nada más y nada menos que eso. No le preocupa la idea de la belleza. La belleza puede cuidarse sola. Todo en la escena, la descripción de los bocetos y lo que piensa Ellen del cuerpo, es muy intenso pero llega al clímax en ese párrafo del que me encanta la frase final: beauty can take care of itself, la belleza puede cuidarse sola, desgraciadamente estropeada en la traducción al castellano. Es decir, basta de tanta atención a la belleza, que no la necesita pues puede cuidarse sola, fijémonos en los cuerpos simplemente vivos porque lo milagrosamente extraño es estar vivo. Lo que no sabemos es si Auster y Siri Hustvedt sabían que Carmen Martín Gaite publicó creo que en el 96 una estupenda novela que lleva por título “Lo raro es vivir” en la que la protagonista dice: Desde que el mundo es mundo, vivir y morir vienen siendo la cara y la cruz de la misma moneda echada al aire, pero si sale cara es todavía más absurdo. Para mí, si quieren que les diga la verdad, lo raro es vivir." que en su traducción al inglés se dice exactamente igual: the strangeness of being alive, casi la misma idea expresada, eso sí, por la española con un punto creo que más fatalista. Ahora pienso que en ambas novelas la extrañeza de estar vivo es el tema de fondo pero hasta que no llegué al agradecimiento de Auster a Siri no me di cuenta. El protagonista, Miles, vive marcado por una tragedia: paseando con su hermano tuvieron una pelea y Miles empujó al otro, quien cayó a la carretera y fue arrollado por un coche. La culpa de esa muerte absurda y de haber sobrevivido marca todas las decisiones posteriores de Miles y la fatalidad de su destino parece responder a lo que expresaba C. Martín Gaite: “la cara y la cruz de la misma moneda echada al aire”; “¿por qué murió él y no yo?” se pregunta Miles y, quizá, aunque esto no lo escribe Auster, podemos suponer que también Bobby -cualquier Bobby a quien le llega la hora- en el momento de morir pudo pensar “¿por qué yo y no él?”. Estos pensamientos tan trágicos quedan rescatados por los inocentes bocetos de Ellen quien por su lado quiere nada más celebrar la milagrosa extrañeza de estar vivo -nada menos-. Novelas como esta muestran por qué necesitamos la literatura -cualquier forma de literatura-: porque sólo en ella vemos reflejadas las cosas irreconciliables que estar vivos nos sugiere: que todos los vivos somos supervivientes de los muertos y que eso tan trágico y tan milagrosamente extraño es también lo más digno de celebrarse.


viernes, 23 de marzo de 2012

¿Es la primavera un tono narrativo?

Dan P. McAdams, en su a ratos interesante libro “Personal Myths and the Making of the Self” relaciona en una curiosa pirueta mental las cuatro grandes formas narrativas: comedia, épica, tragedia e ironía con las estaciones del año y con los estados de ánimo predominantes en la personalidad. Así, la comedia se identifica con la primavera, se caracteriza por un tono narrativo ligero y extravertido y por una narrativa personal que se puede resumir en “podemos realizar nuestros deseos sin obstáculos” y un final siempre feliz. La épica se identifica con el verano, el tono narrativo es intenso y dirigido a la acción, a la aventura y al logro de metas y la narrativa personal que lo define es “podemos realizar nuestros deseos si estamos dispuestos a luchar por ellos y vencer los obstáculos que se interponen en nuestro camino” y el final suele ser feliz tras dejar pérdidas por el camino. La tragedia se identifica con el otoño (“fall” o “caída”) el tono narrativo es introvertido, triste y doloroso y la narrativa personal que lo define es “sean cuales sean tus cualidades o precisamente por ellas no realizarás tus deseos porque los obstáculos son demasiado grandes o porque serás rechazado o traicionado” y el final siempre es triste. Por último, la ironía se identifica con el invierno, el tono narrativo es de distanciamiento y un cierto cinismo y la narrativa personal es “somos arrojados llenos de deseos a un mundo lleno de obstáculos, en el que sólo nos queda mantenernos a flote” y el final siempre es abierto. Cada uno experimenta su vida desde estos tonos narrativos que se superponen y alternan continuamente hasta que uno o dos de ellos van imponiéndose a los demás hasta formar parte de la identidad. Aunque no creo que definir a una persona por su tono narrativo sea tan simple como definir una película (género: comedia, edad: + 18, calificación: ***) la idea me parece interesante y creo que en su simplicidad y con perdón de esa complejísima ciencia que es la Psicología de la Personalidad, tiene algo de cierto.

martes, 21 de febrero de 2012

¿Es real la realidad?

He estado disfrutando de la estupenda serie de la HBO “In Treatment” en la que un más que creíble psicólogo interpretado por Gabriel Byrne atiende a cuatro clientes, uno por episodio y cado cinco episodios se convierte él mismo en paciente al acudir a su propia terapeuta (DianneWiest). Lo primero que resulta sorprendente es cómo sólo a base de talento se puede hacer un producto así, en el que el escenario no cambia, no hay coches, ni calles, ni exteriores, sólo dos personas hablando. Estamos ante la misma propuesta de “Un dios salvaje”: los personajes viven grandes aventuras sin salir de una habitación, basta con hacerse preguntas sobre uno mismo. Pero a continuación y precisamente como resultado de ese talento, lo que más me sorprende es la ilusión de realidad que transmite. Insisto en lo de ilusión: los episodios duran 30 minutos y reproducen una sesión de entre 45 y una hora sin que en ningún momento te percates de esos minutos que no han ocurrido. Los intercambios entre terapeuta y cliente son totalmente realistas si dejamos aparte diferencias técnicas; quiero decir que muchos psicólogos reales hablan así y dicen esas cosas y conducen así la terapia. Los personajes -teniendo en cuenta que hablamos de otra cultura, la estadounidense- parecen cercanos, sus problemas podrían ser los nuestros o los de gente que conocemos y la forma que tienen de enfrentarse o no enfrentarse a ellos y de mentirse sobre ellos -incluido el psicólogo- también la conocemos. Y sin embargo no es real. Es verosímil, es decir, similar a la verdad, pero no es de verdad. Al pensar en ello he recordado una de las primeras veces que me conecté a internet; había leído que habían instalado una webcam oculta en un parque nacional en Kenia, al borde de un pequeño lago, un abrevadero donde muchos animales iban a beber; me parecía mágico poder ver aquello, un pedazo de vida natural “real” como por el ojo de una cerradura. El caso es que me conecté y no se veía nada, sólo la mancha azul del lago vacío: nada de antílopes engullidos por cocodrilos en el momento de inclinarse para beber, nada de luchas a muerte entre leones macho disputándose un trago de agua, nada de buitres posándose sobre las carcasas de los que no lo habían conseguido, nada. Sólo el tiempo vacío de un día en la sabana de Kenia, un día real en el que no pasaba nada, o no pasaba ninguna de las cosas que yo he aprendido como “pasar algo”. Claro que pasaban cosas en Kenia, la vida continuaba con sus silencios y sus vacíos, en alguna parte había animales bebiendo y muriendo, pero nadie unía esas cosas para mí en una narración con sentido. Ese día me di cuenta de cómo distorsionan nuestra percepción de la realidad los documentales de naturaleza en los que parece que los bichos siempre están luchando por su vida y pensé que lo realmente educativo sería que la gente contemplase durante horas esa mancha azul en la pantalla de su televisor. Y por primera vez me pareció entender que lo que hizo Andy Warhol en su película “Sleep” en la que se ve a su amigo el poeta John Giorno durmiendo...durante seis horas, sí era una obra de arte y no una “boutade”, porque era una pregunta sobre el arte como narración de la realidad y sobre la realidad como negación del arte. Por eso historias como las de “En terapia” se acercan a la verdad de la ficción, que no es la verdad de la realidad; son como mirar el lago y ver por fin a un pequeño antílope acercarse a beber mientras algo rugoso, que podría ser la cabeza de un cocodrilo -o no- empieza a asomar a pocos metros.

sábado, 18 de febrero de 2012

El infierno no son los otros

Difícil quedarse indiferente ante el minucioso relato del descenso a los infiernos de “Shame”, la perturbadora película de Steve McQueen. Las calles de Manhattan sirven de poético escenario para el viaje interior de Brandon, un hombre joven, atractivo, con dinero, que persigue el placer sexual sin limitaciones morales ni, sobre todo, emocionales. Reflexión honesta e incómoda sobre el deseo masculino, sobre el narcisismo como forma de estar en el mundo, sobre el sexo como respuesta; es, curiosamente, la imagen simétrica de la anterior película de Steve McQueen en la que el mismo actor, el estupendo Michael Fassbender interpretaba a Bobby Sands, el activista del IRA que murió tras 66 días de huelga de hambre en la prisión de Maze (laberinto). Difícil imaginar dos seres más diferentes: el primero, un hedonista en serie que huye del mínimo compromiso emocional hasta el punto de que necesita ocultar absurdamente la emoción que le produce escuchar una canción (“New York, New York”, interpretada hipnóticamente por Carey Mulligan) o que es incapaz de tener una erección si alguien le hace un gesto de cariño; el segundo, otro hombre joven que vive por y para una causa que no verá cumplirse y que renuncia a cualquier forma de comodidad, higiene o mínimo placer (es la época de las “huelgas de sábanas” en que los presos del IRA se negaban a vestir uniforme de presidiario y se cubrían sólo con las mantas de la prisión y pintaban las paredes de las celdas con sus propios excrementos) por unos ideales compartidos con gente a la que ya ni siquiera puede ver y que en esa autoexigencia va más allá del instinto de supervivencia y muere de inanición. Y sin embargo, y aceptando que mi enfermizo interés por la narrativa puede llevarme a conclusiones locas, veo muchos puntos de semejanza en ambas historias como si en las dos, rendirse al instinto o negarlo radicalmente, hubiese una búsqueda de absoluto, una extraña forma de pureza que conduce a infiernos diferentes; como si Steve McQueen hubiese elegido contar, en sus dos primeras y extraordinarias películas, el anverso y el reverso de la misma historia; y me pregunto si él lo sabe.

martes, 17 de enero de 2012

La historia que no cesa, o el eterno retorno de las galletas

En “El País” del domingo 15 Milagros Pérez Oliva, Defensora del Lector, bajo el titulo “'El negro' y sus mil avatares” comenta cómo se ha aupado, por efecto de las redes sociales, a la lista de lo más visto del periódico una columna de Rosa Montero titulada “El negro” que se publicó nada menos que en 2005 y en la que contaba como si fuese cierta la fábula sobre la que escribí una de las primeras entradas del blog: Solar. McEwan. El ladrón sin querer. En ella yo explicaba cómo McEwan cuenta en su última novela “Solar” algo que le ocurre a su personaje con un extraño en un tren y que es una más de las infinitas variaciones de la historia: alguien se dispone a comer algo, se distrae un momento, se da cuenta de que un extraño se está comiendo su comida, se pone a comer de lo mismo para evitar que el otro se lo acabe, pero el extraño sigue comiendo tranquilo sin decir nada; cuando han terminado el protagonista se da cuenta de que su comida está intacta en otro sitio; ha sido él o ella quien se ha comido lo del otro el cual, haciendo gala de una amabilidad sin límites, ni siquiera ha protestado. Hasta Jorge Bucay, infatigable rastreador de fábulas ejemplarizantes, tiene su propia versión, que creo que se llama “Galletitas”. Lo bueno del caso es que esta historia ya ha generado, además de un sinfín de versiones, su propia metahistoria: alguien la cuenta como si fuese cierta...y se encuentra con que los demás ya la conocían como leyenda urbana. Es lo que le ocurre al prof. Beard, el protagonista de McEwan, y es también lo que le ocurrió a Rosa Montero, quien contó como si fuese cierta una historia de la que ya no se puede librar porque la furia de las redes sociales hace que la gente la transmita viralmente desencadenando una y otra vez el mismo proceso: mientras unos lo creen, otros gritan que no es más que una leyenda urbana. La historia es genial en su simplicidad y ya es imposible saber si ocurrió tal como se contó la primera vez (¿pero cuál fue la primera vez?) y sigue teniendo tal potencia que la gente siempre necesita creer que a alguien le ha pasado. Hasta Rosa Montero, escritora y periodista experimentada, con su desafortunado final “...esta historia deliciosa, que además es auténtica...” cayó en la necesidad de contarla como cierta. Pero, como dice Borges, lo que importa no es si la historia ocurrió, sino que alguien la contó y alguien la creyó. O es posible que de un modo u otro ocurra todos los días, porque no es más que una buena historia sobre la bondad de los extraños. De hecho, eso me recuerda una historia, rabiosamente auténtica: una vez iba yo en un tren y me disponía a comer unas galletas; me levanté para saludar a un conocido y al volver a sentarme vi que mi compañero de asiento se estaba comiendo mis galletas...

sábado, 7 de enero de 2012

El Havre, puerto mágico

...sin embargo sí es un héroe romántico el Marcel Marx de la deliciosa “Le Havre”, la última de Aki Kaurismäki, porque nadie le encarga la misión de ayudar al chico que vive su particular odisea (porque, en una bella muestra de cómo se cruzan las narrativas, Idrissa es un héroe “odiseico” -perdón por el palabro inventado- que surca un Mediterráneo plagado de peligros y monstruos en el que los nuevos polifemos son los agentes de inmigración y en ese periplo el personaje de Marcel es un benefactor clave y nos quedamos esperando que no sea el único que encuentra). Pero la narrativa central de “Le Havre” no es la de Idrissa sino la de Marcel quien, como Espartaco, asume su misión liberadora simplemente porque está ahí, porque no puede hacer otra cosa que ser fiel a sí mismo, a un sentido de la ética que le convierte en un “outsider” en una cultura regida por criterios de competitividad y exclusión pero que hace de él un ser amado y respetado en una microcultura de amigos y vecinos que sobreviven en la periferia a base de solidaridad. En esa misión estoicamente asumida recibe la ayuda de unos secundarios impagables a los que la amable mirada de Kaurismäki dota de un toque angélico sin que dejen ser desconcertantemente reales. Recibirá incluso la ayuda de un brujo -elemento clave en cualquier cuento que se precie- encarnado por el comisario Monet vestido de negro de pies a cabeza y con un sombrero que evidiaría el mismo Merlín y dotado del poder mágico de ver el futuro (porque tiene acceso a información reservada) y de alejar a la policía con un chasquido de dedos volviendo así invisible a Idrissa. Como en cualquier cuento de hadas, la moraleja no puede ser más reconfortante y necesaria: existen los milagros, sí, pero el mayor milagro es que hay almas puras disfrazadas de limpiabotas.

domingo, 1 de enero de 2012

"El topo" o la tarea del héroe

Las historias de espías suelen seguir un relato de un tipo heroico especial: la tarea del héroe, esquema que también siguen otros relatos de género, como las historias de detectives. La narrativa básica consiste en un conflicto comunitario -una sociedad sufre algún tipo de amenaza- a la que el rey -presidente, jefe, etc.- no se puede enfrentar por los medios habituales; entonces convoca al héroe y le encarga la misión, la tarea del héroe; cuando el relato busca cierta complejidad psicológica el héroe al principio es reacio por algún motivo: ha sido expulsado o ignorado anteriormente, está retirado o, como viene siendo frecuente en el cine americano de los últimos años, es un policía en su último día de trabajo, recurso facilón y cansino que cumple a duras penas su función narrativa. En el caso de Smiley, ha sido despedido del exclusivo “Circus” a causa de una misión fallida. La renuencia del héroe añade tensión dramática de modo muy efectivo pero él termina por aceptar la misión y esa aceptación a regañadientes nos muestra una dimensión ética o psicológica que no podríamos ver de otra forma: su lealtad está por encima de la mezquindad de sus jefes o su compromiso con la tarea es más fuerte que sus motivos para rechazarla o es el único que puede llevarla a cabo. El héroe arquetípico de este relato es Hércules y los motivos para ser reacio son complejos: mató a sus hijos en un arrebato de locura instigado por una diosa y luego vagó como alma en pena buscando una expiación, así que para él la tarea heroica es la que le restituye la cordura y el prestigio. Hay héroes no reacios, como 007, que cada vez acepta salvar el mundo con un espíritu que se diría deportivo y que sólo es reacio a la jerarquía y a los procedimientos establecidos. Es por eso, como héroe herculeano, poco interesante aunque cada entrega de su interminable saga siga fielmente la estructura narrativa de la tarea del héroe. La supervivencia de una saga de este tipo -hay más de 20 películas de James Bond- para algunos será una muestra de la estupidez humana, para mí es una muestra del poder de las historias: cuando una narrativa es esencial nos volvemos adictos a ella. Necesitamos la historia del trabajo del héroe y por ello dejaremos que nos la cuenten una y otra vez. Por otro lado, para que la saga perviva debe hacerse más interesante y eso significa siempre hacer más complejos los motivos por los que el héroe acepta su misión. “Quantum of Solace”, la última entrega con el estupendo Daniel Craig de protagonista, parece que busca esa línea al presentar un héroe marcado por la muerte de su amada -que le había traicionado- y que acepta su nueva misión como forma de venganza y reparación.
Es curioso que en el relato arquetípico de Hércules son doce los trabajos a realizar y uno de ellos es un trabajo de limpieza: las cuadras del rey Augías, que tenía tantos caballos que sus excrementos acumulados amenazaban la salud del reino. Hércules lo resolvió desviando un río, algo así como limpiar la caca del perro con una manguera, pero de dimensiones homéricas. No muy diferente es lo que le encargan a Smiley: una limpieza del Circus -la máxima agencia del espionaje británico- deteriorada por filtraciones y fracasos y en la que se sospecha que uno de los jefes es un topo. Y Smiley, que parece un antihéroe: silencioso, gris, formal, reiteradamente engañado y abandonado por su mujer (todo lo cual significa poco viril de modo simbólico), demuestra ser un hércules del análisis y la estrategia y acomete tan a fondo su tarea de limpieza de los establos de la inteligencia británica que se lleva por delante hasta los caballos. Sabiendo que lo interpretaba Gary Oldman era de temer un recital de muecas; muy al contrario, su interpretación es sencillamente genial, dibuja a la perfección todos los ángulos de un Smiley lleno de matices.
Pero el héroe herculeano siempre es poco romántico porque, a fin de cuentas, es un servidor del poder aunque sea a pesar suyo: su misión le viene dada. No es un Espartaco ni un Ulises, modelos de héroe mucho más románticos. Las narrativas del trabajo del héroe nos inspiran -por eso están ahí- para acometer tareas ingratas pero ineludibles que no fueron diseñadas ni elegidas por nosotros pero que nadie más puede hacer. Es héroe herculeano el cirujano que entra a operar in extremis o el barrendero que se enfrenta a las calles tras la noche de Fin de Año. A todos se nos exige ser Hércules en algún momento, todos tenemos algún establo que limpiar, alguna tarea ingrata e imposible que quizá nos redima.