Volver
de entre los muertos -cuando nos daban por muertos- y consumar una
venganza planeada durante años en la sombra mientras sanaban
nuestras heridas. La desgracia y la pérdida nos han transformado
hasta hacernos irreconocibles y así podemos observar sin ser vistos
cómo disfrutan los que nos lo quitaron todo, cegados por la absurda
presunción de que nadie puede quitarles lo que ellos tan fácilmente
arrebataron a otros. No ven lo que se les viene encima. Cuando por
fin asestamos el golpe nos miran como si viesen a un fantasma: “no
puede ser...estabas muerto” y por fin contestamos: “estoy vivo y
vengo a hacer justicia”. En ese momento supremo, en el clímax de
la venganza justiciera ¿sentiríamos una paz infinita caer sobre
nosotros como una lluvia benigna? ¿o sentiríamos el vacío, la
soledad paradójica de no tener ya enemigo? ¿o no sentiríamos nada
en absoluto, agotados por los años en que la preparación de la
venganza consumió nuestra capacidad de sentir? No lo sé, nunca he
disfrutado de una venganza parecida, aunque me parece un subidón. El
caso es que algún deseo profundo tiene que estar relacionado con
ello porque, como a mucha gente, me fascinan las historias de
vengadores que renacen de sus cenizas y que, de una forma curiosa,
engarzan con un tema clásico del folklore, el mito de los revenants;
palabra de origen francés que
significa algo así como “retornado” y se utilizaba para los
seres fantásticos que vuelven de entre los muertos.
El
año pasado disfrutamos en cine de una nueva versión del tema:
Phoenix, dirigida por
Christian Petzold e interpretada por Nina Hoss, quien ya interpretó
en Barbara, también
dirigida por Petzold, a una mujer a la que le han quitado casi todo.
La diferencia es que si en Barbara
echábamos de menos la rabia y el deseo de venganza, en Phoenix
son el tema central. Varios críticos la han comparado con Vértigo,
la obra maestra de Hitchcock, que tenía como subtítulo,
precisamente, De entre los muertos.
Y
The Revenant,
El renacido, fue el acertado
título de una estupenda novela de Michael Punke que narra la
historia real de mi héroe vengador favorito: Hugh Glass. Fue un
cazador que vivió a principios del siglo XIX en las Montañas
Rocosas. Contratado por el ejército americano, formó parte de la
expedición llamada “los 100 de Ashley”, que remontó el río
Missouri. Para apuntarse a la expedición solo había que contestar a
un anuncio en el periódico; eran otros tiempos. Glass (curioso
nombre para alguien que era todo menos frágil) fue elegido para una
pequeña partida de caza en la que fue atacado por una osa grizzly
que le desgarró con dientes y zarpas. La expedición tenía que
seguir adelante así que dejaron a dos hombres junto al trampero
agonizante con el encargo de esperar a que muriese y enterrarlo. Como
tardaba en morir lo abandonaron llevándose su rifle, su cuchillo y
su ropa. Pero no murió y realizó un viaje sobrehumano de más de
trescientos kilómetros sin tener siquiera una navaja,
arrastrándose, comiendo raíces, disputando la carroña a los lobos
y haciendo cosas terribles para evitar que sus heridas se
gangrenasen, como tumbarse sobre un árbol podrido para que los
gusanos se comiesen su carne infectada. Consiguió llegar a Fort
Kiowa, donde lo curaron y desde donde emprendió un largo viaje para
buscar a los que lo abandonaron y robaron. Cuando los encontró, uno
era aún demasiado joven y le dio pena. El otro se había hecho
militar y matarlo habría significado la horca. Al menos tuvo la
satisfacción de poder decirle -mientras el otro lo miraba como quien
ve a un fantasma: “ese rifle que llevas es mío”. El gran
Alejandro Rodríguez Iñárritu ha recuperado esta historia increíble
para una película protagonizada por Leonardo DiCaprio, quien no
tiene ni de lejos los rasgos que mi imaginación atribuye a Hugh
Glass. Sí los tuvo Richard Harris, quien protagonizó en 1971 una
versión de la historia, El hombre de una tierra salvaje,
difícil de superar.
Héroes
ambiguos de historias agridulces, los retornados convierten su propia
reconstrucción en misión, en trabajo de hércules que ellos mismos
se asignan.
Otro gran revenant es
el Conde de Montecristo -también basada en unaa historia real: la de un
zapatero francés injustamente encarcelado- ejemplo perfecto de una
venganza justiciera acariciada durante años y con todo el oro y todo
el tiempo del mundo para ejecutarla. También Edmundo Dantés, como
Hugh Glass, se encuentra con que la venganza es más fácil de
planear que de ejecutar, porque es inevitable que al llevarla a cabo
sufran inocentes y porque, si la venganza ha de ser justa (si no lo
fuese no seríamos muy diferentes de nuestros agresores) ¿cómo se
mide exactamente la culpa de cada uno?
De
alguna forma creo que esta es la narrativa que estaba en la base -de
forma no explícita- de Searching for Sugarman
y que quizá explique el éxito popular del documental. Sixto
Rodríguez no parece un hombre vengativo, no sabemos qué rumiaba los
largos años que se mantuvo apartado de la música profesional, ni si
vivió con amargura su inicial fracaso. Sí sabemos que fue expoliado
de sus derechos durante los años en que su música triunfaba en
Sudáfrica sin que él lo supiese. Curiosamente circuló la leyenda
de que había muerto envuelto en llamas, por un accidente durante una
actuación, así que a los ojos de los que creyeron esa historia,
volver a ver a Sixto Rodríguez en un escenario muchos años después
debió de ser como ver al propio Fénix renacido de sus cenizas.
Aunque Sixto no volviese para vengarse, creo que cuando nos
identificamos con su historia, no podemos evitar hacerlo desde una
posición revanchista: “...me ignoraron, he tenido que vivir en la
sombra, trabajando duramente con las manos mientras otros se
aprovechaban de mi música haciendo creer que había muerto; me
dijeron que no servía, que no me molestase; pero he vuelto, estoy
aquí y yo tenía razón.”
La
fascinación por estas historias, que apelan a un sentido de la
justicia atávico e instintivo, elude estructuras morales muy
posteriores, como el perdón, la delegación de la justicia o la
reconciliación y tiene, en ese primitivismo moral hondamente
arraigado en nosotros y por ello hondamente satisfactorio, su
principal efecto llamada.