lunes, 4 de abril de 2016

De entre los muertos

Volver de entre los muertos -cuando nos daban por muertos- y consumar una venganza planeada durante años en la sombra mientras sanaban nuestras heridas. La desgracia y la pérdida nos han transformado hasta hacernos irreconocibles y así podemos observar sin ser vistos cómo disfrutan los que nos lo quitaron todo, cegados por la absurda presunción de que nadie puede quitarles lo que ellos tan fácilmente arrebataron a otros. No ven lo que se les viene encima. Cuando por fin asestamos el golpe nos miran como si viesen a un fantasma: “no puede ser...estabas muerto” y por fin contestamos: “estoy vivo y vengo a hacer justicia”. En ese momento supremo, en el clímax de la venganza justiciera ¿sentiríamos una paz infinita caer sobre nosotros como una lluvia benigna? ¿o sentiríamos el vacío, la soledad paradójica de no tener ya enemigo? ¿o no sentiríamos nada en absoluto, agotados por los años en que la preparación de la venganza consumió nuestra capacidad de sentir? No lo sé, nunca he disfrutado de una venganza parecida, aunque me parece un subidón. El caso es que algún deseo profundo tiene que estar relacionado con ello porque, como a mucha gente, me fascinan las historias de vengadores que renacen de sus cenizas y que, de una forma curiosa, engarzan con un tema clásico del folklore, el mito de los revenants; palabra de origen francés que significa algo así como “retornado” y se utilizaba para los seres fantásticos que vuelven de entre los muertos.
El año pasado disfrutamos en cine de una nueva versión del tema: Phoenix, dirigida por Christian Petzold e interpretada por Nina Hoss, quien ya interpretó en Barbara, también dirigida por Petzold, a una mujer a la que le han quitado casi todo. La diferencia es que si en Barbara echábamos de menos la rabia y el deseo de venganza, en Phoenix son el tema central. Varios críticos la han comparado con Vértigo, la obra maestra de Hitchcock, que tenía como subtítulo, precisamente, De entre los muertos.
Y The Revenant, El renacido, fue el acertado título de una estupenda novela de Michael Punke que narra la historia real de mi héroe vengador favorito: Hugh Glass. Fue un cazador que vivió a principios del siglo XIX en las Montañas Rocosas. Contratado por el ejército americano, formó parte de la expedición llamada “los 100 de Ashley”, que remontó el río Missouri. Para apuntarse a la expedición solo había que contestar a un anuncio en el periódico; eran otros tiempos. Glass (curioso nombre para alguien que era todo menos frágil) fue elegido para una pequeña partida de caza en la que fue atacado por una osa grizzly que le desgarró con dientes y zarpas. La expedición tenía que seguir adelante así que dejaron a dos hombres junto al trampero agonizante con el encargo de esperar a que muriese y enterrarlo. Como tardaba en morir lo abandonaron llevándose su rifle, su cuchillo y su ropa. Pero no murió y realizó un viaje sobrehumano de más de trescientos kilómetros sin tener siquiera una navaja, arrastrándose, comiendo raíces, disputando la carroña a los lobos y haciendo cosas terribles para evitar que sus heridas se gangrenasen, como tumbarse sobre un árbol podrido para que los gusanos se comiesen su carne infectada. Consiguió llegar a Fort Kiowa, donde lo curaron y desde donde emprendió un largo viaje para buscar a los que lo abandonaron y robaron. Cuando los encontró, uno era aún demasiado joven y le dio pena. El otro se había hecho militar y matarlo habría significado la horca. Al menos tuvo la satisfacción de poder decirle -mientras el otro lo miraba como quien ve a un fantasma: “ese rifle que llevas es mío”. El gran Alejandro Rodríguez Iñárritu ha recuperado esta historia increíble para una película protagonizada por Leonardo DiCaprio, quien no tiene ni de lejos los rasgos que mi imaginación atribuye a Hugh Glass. Sí los tuvo Richard Harris, quien protagonizó en 1971 una versión de la historia, El hombre de una tierra salvaje, difícil de superar.
Héroes ambiguos de historias agridulces, los retornados convierten su propia reconstrucción en misión, en trabajo de hércules que ellos mismos se asignan. 
Otro gran revenant es el Conde de Montecristo -también basada en unaa historia real: la de un zapatero francés injustamente encarcelado- ejemplo perfecto de una venganza justiciera acariciada durante años y con todo el oro y todo el tiempo del mundo para ejecutarla. También Edmundo Dantés, como Hugh Glass, se encuentra con que la venganza es más fácil de planear que de ejecutar, porque es inevitable que al llevarla a cabo sufran inocentes y porque, si la venganza ha de ser justa (si no lo fuese no seríamos muy diferentes de nuestros agresores) ¿cómo se mide exactamente la culpa de cada uno?
De alguna forma creo que esta es la narrativa que estaba en la base -de forma no explícita- de Searching for Sugarman y que quizá explique el éxito popular del documental. Sixto Rodríguez no parece un hombre vengativo, no sabemos qué rumiaba los largos años que se mantuvo apartado de la música profesional, ni si vivió con amargura su inicial fracaso. Sí sabemos que fue expoliado de sus derechos durante los años en que su música triunfaba en Sudáfrica sin que él lo supiese. Curiosamente circuló la leyenda de que había muerto envuelto en llamas, por un accidente durante una actuación, así que a los ojos de los que creyeron esa historia, volver a ver a Sixto Rodríguez en un escenario muchos años después debió de ser como ver al propio Fénix renacido de sus cenizas. Aunque Sixto no volviese para vengarse, creo que cuando nos identificamos con su historia, no podemos evitar hacerlo desde una posición revanchista: “...me ignoraron, he tenido que vivir en la sombra, trabajando duramente con las manos mientras otros se aprovechaban de mi música haciendo creer que había muerto; me dijeron que no servía, que no me molestase; pero he vuelto, estoy aquí y yo tenía razón.”
La fascinación por estas historias, que apelan a un sentido de la justicia atávico e instintivo, elude estructuras morales muy posteriores, como el perdón, la delegación de la justicia o la reconciliación y tiene, en ese primitivismo moral hondamente arraigado en nosotros y por ello hondamente satisfactorio, su principal efecto llamada.