jueves, 21 de febrero de 2013

Historias de autosuperación

Desde el punto de vista narrativo no hay mucha diferencia entre una película de ficción y un documental. Aunque el docu se presenta como “exposición de hechos” y por ello en principio no cumple los requisitos de la narración de una historia, la cultura es tan narrativa que no puede escapar a la fascinación del relato y el documental sobre hechos verídicos hilvana estos con la estructura del mito para darnos algo reconocible, algo que nuestro narrativo cerebro pueda masticar. Fui a ver Projecto Nim con la expectativa de aprender un poco más sobre los atrevidos experimentos que empezaron en los 70 de enseñar a chimpancés el lenguaje de signos para intentar alguna de forma de comunicación con ellos y así hacernos una idea de sus procesos de pensamiento; pero me encontré con una vieja historia, un relato de liberación. Aunque debí habérmelo imaginado, ya que Nim es obra de James Marsh, autor del estupendo relato semidocumental Man on Wire, la historia de Philippe Petit, el funambulista que tendió un cable entre las Torres Gemelas y lo cruzó varias veces. Man on Wire era una historia de autoliberación, un hombre persiguiendo un extraño sueño: vivir en el único sitio donde se siente libre, colgado en el aire, lejos del suelo, sobre un cable de acero. Nim podría haber sido una narrativa de búsqueda de la verdad pero enseguida nos damos cuenta de que es una narrativa de opresión/liberación a medida que los pelos se nos van poniendo de punta al escuchar uno tras otro a sus “cuidadores” y “cuidadoras” y al “científico” Herbert S. Terrace (quien, a lo largo del film, va adquiriendo los rasgos canónicos en muchos relatos del “mad doctor” el científico loco, una especie de moderno Frankenstein). La forma en que proyectan sus sentimientos, carencias y ambiciones en un animal indefenso, aislado de su entorno físico y social natural, al que manipulan a base de recompensas y castigos y a quien integran y alienan sucesivamente en diferentes entornos sociales humanos, nos hace sentirnos avergonzados de nuestra propia especie. (Una pregunta: nuestra esporádica capacidad para sentir vergüenza ¿nos redime como especie de nuestra extrema capacidad de ser crueles?). Cuando los fondos para el experimento se acaban, Nim, quien había compartido infancia y cuidados con los hijos de algunos participantes en el experimento, es vendido sin contemplaciones a un laboratorio biomédico para experimentar con vacunas. Sólo el esfuerzo de uno de sus antiguos cuidadores (quien recuerda que su amistad con Nim fue lo más divertido de su vida “aparte de un concierto de Grateful Dead”) consigue librarlo de esa muerte horrenda. Cuando Nim pasa la última época de su vida en una granja para animales maltratados, su primera cuidadora -que llegó incluso a amamantarlo- se entera de su existencia y va a visitarlo con la ilusión (obvia y patéticamente humana) de que él la reconozca, pero él no da ningún signo de ello. La mujer, obstinada en su idealización de su relación con Nim, se introduce en la jaula sin ninguna consideración invadiendo así el sagrado espacio personal que todos los primates consideramos nuestro y Nim está a punto de matarla. Así, James Marsh presenta a Nim como héroe involuntario y paradójico de un relato de supervivencia cuya moraleja podría decir: “Nim, el chimpancé que consiguió volver a ser un chimpancé a pesar de los esfuerzos de sus enemigos por convertirlo en un muñeco semihumano”.

domingo, 3 de febrero de 2013

El Pí de Pollença


En Pollença, la mañana del 17 de Enero, van a la finca de Ternelles, buscan un pino de más de veinte metros, lo talan, lo desbrozan, lo pelan, lo llevan hasta la Plaça Vella, lo enjabonan, lo clavan en el suelo y, cuando ya está bien sujeto, los mozos intentan trepar por él y coronar la copa, donde hay un saquito con confeti y una cesta con un gallo. Veinte metros son muchos, una casa de cuatro pisos, más o menos. El tronco es muy grueso en la parte baja, solo se puede trepar completamente abrazado a él; lo más fácil son los últimos metros, pero hay que llegar a ellos: y no hay red, ni arnés, ninguna medida de seguridad, ni siquiera la piña humana que formarían los castellers y que podría amortiguar el golpe. En la parte baja se forma un remolino de chicos, todos muy jóvenes, que quieren intentarlo subiéndose unos encima de otros, a veces cooperando entre ellos para salvar los metros más difíciles, a veces estorbándose y pisándose. La plaza está abarrotada de gente que suspira y grita con los fallidos intentos, que duran dos o tres horas. A veces un mozo consigue salvar los primeros metros, llega hasta la mitad, la gente empieza a gritar animándolo a seguir, él se queda inmóvil, abrazado al pino y, en el instante en que afloja los brazos un poco, empieza a deslizarse hacia abajo y la plaza se llena de un gigantesco oooohhhh!!! decepcionado. Ya entrada la noche siempre alguno empieza a subir sin detenerse y, cuando salva los dos tercios del pino, ya casi es seguro que lo consigue y es entonces cuando la plaza estalla de emoción. Al coronar la copa desata el saquito de confeti y derrama sobre la plaza una lluvia de polvo brillante que no vale nada pero se recibe con gritos de alegría, como si un rey magnánimo arrojase oro a puñados. Luego el héroe desciende entre aplausos. Lo encontramos horas después en un bar, rodeado de sus amigos, todavía recibiendo palmadas y abrazos. Volvimos a pasar por la plaza muy tarde, cuando ya no había nadie. Visto desde abajo, el enorme tronco desnudo parecía un larguísimo camino. Fue un placer abrazarse al pino y una sorpresa comprobar que era imposible subir un centímetro. La gran mayoría de los que estábamos en esa plaza no podríamos subir ni un metro; muy pocos pueden llegar hasta la mitad. El esfuerzo está perfectamente calculado para que sea casi imposible conseguirlo pero siempre haya alguien que lo consiga. Genera la alegría de que al menos alguien lo logró; si yo no puedo, que al menos otro pueda porque así, una parte de mí puede sentir que puede, la parte de mí que se identifica con el héroe. Una alegría solidaria y un punto egoísta porque la ritualización de la subida al pino, su puesta en escena, permite esa identificación, ese placer vicario. Por unos segundos todos somos un poco el chico que corona el pino y que al lograrlo nos corona a todos. Tantos años en Mallorca y nunca había visto este increíble espectáculo, la forma más antigua, sencilla y efectiva de narrar el viaje del héroe.