sábado, 30 de noviembre de 2013

Un donjuán de andar por casa

Lo que más me ha interesado de la estupenda película de Mariano Barroso Todas las mujeres es la forma en que actualiza y difumina el mito de Don Juan hasta dejarlo casi irreconocible -y por eso más efectivo- gracias a una interpretación extraordinaria de Eduard Fernández. ¿Es posible que este hombre solo y acabado, perdido en ese chalet que ni siquiera sabe si es suyo, estafador penoso, mentiroso compulsivo, sea un donjuán? Y, si nos acercamos a él, vemos que expresa todos los matices del mito: pasa de una mujer a otra sin sentimientos, intentando conseguir lo que necesita de ellas antes de abandonarlas, no está comprometido con nada más que con sus propios deseos y necesidades -no solo sexuales- y no se para en nada para satisfacerlos; tiene labia fácil y atractiva, se mueve siempre desde la seducción antes de conseguir su objetivo y desde el desprecio cuando ya lo ha conseguido; y, sin embargo, la gente sigue acudiendo a su llamada; cada vez menos, cada vez con más recelo, pero siguen acudiendo; tiene, incluso, su “convidado de piedra”, magistralmente representado en ese sillón vacío al que habla como si estuviese ocupado por su suegro, siguiendo la sugerencia de la psicóloga (la técnica de la “silla caliente”) sillón que, como buen convidado de piedra, permanece mudo ante el monólogo autojustificatorio de Don juan. A fin de que cuentas es la palabra del suegro (el comendador, en la obra de Tirso) la que le condenará o salvará del infierno (la cárcel para el ¿pobre? Nacho).

Entonces ¿es un impresentable o un simpático rebelde? Los distintos relatos que han ido desarrollando el mito lo han visto desde ambos ángulos y seguramente esa ambigüedad es la esencia del personaje y de la fascinación que provoca. Los relatos del siglo XVII lo presentaban como a un libertino despiadado que seduce a las mujeres con engaños, que no respeta los símbolos religiosos y que finalmente recibe su castigo, es el Don Juan de Tirso. Hubo muchas otras historias de parecido talante y todas ellas acaban con alguna forma de castigo, incluso alguna tuvo el amenazador título de No hay deuda que no se pague ni plazo que no se cumpla, título que es en sí mismo una moraleja.

La vieja masculinidad está basada en dos mitos que parecen contrapuestos pero están secretamente unidos: el patriarca y el libertino. Por un lado, el individuo de orden que defiende la ley y la impone; hombre de familia y autoridad, sin fisuras ni vicios, adicto al trabajo, sin tiempo para tonterías. Por otro, el libertino, soltero o casado infiel, sin oficio conocido, transgresor de la ley y de las normas, embaucador, cínico, descreído y promiscuo. En realidad la vieja masculinidad consistía en aspirar a ser lo primero mientras se deseaba ser lo segundo, siendo el resultado generaciones enteras de hombres atrapados en un dilema imposible que tiene su expresión extrema y grotesca en Berlusconi: máximo patriarca y autoridad de un gran país, representante de los valores conservadores de día, bufonesco don juan de noche; mezcla absurda de galantería y misoginia, encarna de forma sumamente estereotipada las dicotomías del dictador/transgresor o el protector/abusador y no extraña que fascine y seduzca al sector de la sociedad al que le interesa defender esos estereotipos. Ni extraña tampoco que sea ya inútil y empiece su caída a partir del momento en que su corrupción es de tal alcance, tan evidente, que resulta imposible mantener la apariencia que era la esencia de su función social: ser el modelo triunfador de la vieja duplicidad masculina.
Por eso el relato clásico incluye el castigo y la oferta hipócrita de alguna forma de redención, porque el hombre/patriarca desea en el fondo que el hombre/donjuán siga realizando los ocultos deseos de todos, al tiempo que lo castiga para mantener el poder.
Si alguien encarnó en la realidad el mito de Don Juan fue Giacomo Casanova: embaucador, rebelde, mentiroso, embajador de falsas loterías por todas las cortes de Europa, curandero, duelista, conquistador irresistible y compulsivo, librepensador o religioso según le conviniese...es curioso que lo que se enseña de él en Venecia es la celda en la que estuvo preso y de la que se fugó de forma rocambolesca. Parece muy lejana su imagen glamurosa de la de Nacho, nuestro donjuán de andar por casa, el vecino; y, sin embargo, los une una trayectoria y un destino común: la soledad que va cayendo sobre ellos lentamente, hasta que es lo único que les queda entre las manos cuando descubren, dolorosamente y casi siempre demasiado tarde, que se puede engañar a todo el mundo algunas veces, pero no se puede engañar a todo el mundo siempre.

domingo, 10 de noviembre de 2013

La educación (sentimental) de Adèle.



Llevado por mis propios prejuicios creía que La vida de Adèle sería una historia sobre las dificultades del amor homosexual: nosotras dos contra el mundo, que en el fondo es la estructura de Romeo y Julieta: la fuerza -o la debilidad- del amor contra las barreras sociales. Pero esta inteligente película tiene el acierto de ir por otros derroteros; porque Adèle tiene la inmensa suerte de vivir en un mundo -o en un nicho social- en el que el amor homosexual es sólo tan bello y difícil como el hetero. Y porque ni siquiera el amor es el protagonista de la historia. No, el amor es el paisaje -sobrecogedor- por el que discurre el viaje de Adèle para convertirse en persona. No es casualidad que la película tenga dos partes perfectamente diferenciadas. En la primera la vemos en el instituto: aprendiendo literatura, bailando en manifestaciones, tonteando con chicos y después con chicas, en su habitación en casa de sus padres, rompiendo un corazón y finalmente arriesgando el suyo al enamorarse de una chica con el pelo azul. En la segunda parte la encontramos viviendo con Emma, enseñando a niños en un colegio, organizando comidas, visitando a sus padres, intentando o ensayando su vida adulta. Si la primera era una historia de descubrimientos: la literatura, la enseñanza, el sexo, la política...la segunda es de una autoafirmación a veces dolorosa. También es una opción muy inteligente presentar la vida de Emma -totalmente volcada en su carrera de joven promesa de la pintura- como más glamurosa que la de Adèle; todo en Emma -sus amigos, sus intereses, su trabajo, la pasión con que hace las cosas- parece terriblemente interesante pero Adèle sabe -y es el primer gesto realmente adulto que vemos en ella- que su vida tiene que seguir un camino diferente; en el deseo de Emma de hacerla cambiar se descubre a sí misma como en un negativo. Por todo eso la escena final en que se aleja sola por la calle dejando atrás un mundo que no es el suyo, un amor ya imposible y un romance posible pero insípido, no es una imagen triste sino liberadora; ha tenido que perder mucho y sufrir mucho para encontrarse así: sola pero libre, dispuesta por fin a empezar su propia aventura. 
Historia de crecimiento e iniciación a la manera de La educación sentimental de Flaubert o Las desventuras del joven Werther de Goethe y de toda la tradición del roman d'apprentissage, de los cuales es una puesta al día excepcional, La vida de Adèle nos recuerda, sin en ningún momento hacerlo explícito, sin palabras con mayúsculas o pedantes diálogos, sólo a base de imágenes de una intimidad turbadora, que el crecimiento personal no es algo que se pueda aprender en un cursillo a medida; es algo que nos ocurre a pesar nuestro, es la única forma de seguir a flote.


martes, 5 de noviembre de 2013

El otro, el infiltrado


La fascinación por ser otro quizá esté en la base de la atracción que despiertan las historias de espías. Aunque pueden seguir varias narrativas -por ejemplo, hubo un post antiguo sobre El topo, película y antes novela de John LeCarré sobre la misión encomendada a un espía de limpiar de topos el servicio secreto inglés y que yo relacionaba con la narrativa de los trabajos de Hércules- creo que cuando resultan más fascinantes es cuando se centran en la vida del espía como infiltrado, alguien que asume una identidad nueva para cumplir una misión, colocándose con ello en una situación paradójica: cuanto más se mimetice con el entorno -es decir, cuanto más se parezca al enemigo, que lo es, precisamente, por ser diferente- más probabilidades tendrá de llevar a cabo su misión y escapar ileso. En general creo que más que la vida del espía, es la vida del infiltrado la que resulta fascinante sobre todo cuando la historia, más que en peripecias rocambolescas, se centra en el problema de identidad del infiltrado. Parece otro, pero sigue siendo el mismo... por dentro. Ahora bien, “dentro” y “fuera”, “hábito” y “monje”, identidad y apariencia en suma, no tienen una línea de puntos clara por la que podamos cortar. Por eso el precio que paga el infiltrado es el riesgo de que a base de parecer otro termine siendo un poco otro o termine no sabiendo bien quién es. Hubo una estupenda pelicula de Mike Newell sobre este tema, Donnie Brasco, que recogía la historia real de Mike Pistone, un agente del FBI que abandonó a su familia para vivir durante cuatro años infiltrado en la Mafia y que aún hoy día vive oculto con una identidad falsa...que ya es su tercera identidad y que posiblemente sea ya tan real como la primera. Y la estupenda serie The Americans juega ampliamente con esta idea llevándola al territorio de la pareja. Dos jóvenes espías rusos perfectamente entrenados, Elizabeth Y Phillips, son enviados a USA con identidades falsas para que formen una típica familia americana y así puedan hacer sus cosas de espías con una tapadera perfecta. El conflicto se va gestando con el paso de los años: él encaja perfectamente en su identidad americana y va olvidando que su vida familiar es una ficción (comprensiblemente, porque tienen hijos, duermen juntos y llevan un negocio); ella intenta mantenerse firme y recordárselo pero no puede evitar irse enamorando de él. En una escena particularmente intensa ella le dice “¿no te gustaría que nuestra vida fuese real?” lo que resulta un poco absurdo porque sus hijos son reales, el amor que siente por ellos es real y lo que siente por Phillip -aunque no tenga muy claro qué siente- también es real y todo ello suma más realidad que la de muchas parejas “realmente reales” y sin embargo uno entiende su dilema: la entrenaron para no considerar real una vida que se hizo real por sí sola. Lo que sugiero es que la serie -y otras historias de infiltrados- nos cautiva porque bajo sus pelucas falsas y sus micrófonos ocultos discurre un gran tema: nunca nos identificamos al cien por cien con nuestra identidad social (la que ven los demás) porque ninguna identidad puede abarcar nuestra complejidad ni nuestras fantasías de ser otros; por eso todos estamos en cierta medida infiltrados en nuestra vida auténtica.