martes, 12 de junio de 2012

Escrito desde Winterfell

Completamente abducido por el universo de Juego de Tronos, la estupenda saga épica de George R.R. Martin, no quiero que preguntarme por su valor literario me estropee el inmenso placer de leer seguidos los -de momento- cinco tomos, sobre todo cuando la duda sobre ese valor viene sólo de un dato estadístico: los lee mucha gente, lo cual no es nada más que una buena noticia. Prefiero hacerme otras preguntas. Por ejemplo ¿hay un placer especial en leer una larguísima novela o una saga? ¿Qué nos mantiene enganchados a una lectura tan larga? La respuesta no me parece difícil y no es teórica, es lo que estoy experimentando ahora mismo: una larga historia bien desarrollada y ambientada se compone de muchos personajes que se desarrollan en el tiempo y en el espacio de un universo ficticio pero verosímil y que, a base del contacto imaginario continuo terminan por tener una realidad en nuestra cabeza que no puede tener la ficción de un cuento o de una novela corta o mediana. Uno se habitúa a vivir en ese universo paralelo, conoce sus objetos, sus muebles, sus horas de comida y sueño, sus sabores... conoce a esos personajes de ficción mejor que a muchas personas reales porque tenemos acceso a sus pensamientos, intenciones, sus pequeños heroísmos y sus pequeñas miserias. Llega a ser tan real que ahora mismo, enfrascado en la lectura, me parece imposible que ese universo pueda extinguirse, que se acabará cuando llegue a la última línea del último tomo y que poco a poco en los meses siguientes irá desapareciendo de mi mente la ilusión de realidad que ahora tiene. Una ilusión consciente, claro, todavía no me he vuelto completamente loco y sé que mi casa es mi casa, no los agrestes muros de Winterfell. Pero es una ilusión, un engaño, gozosamente aceptado. No podría disfrutar de la lectura, perderme en ella, si no le diese esa ilusión de realidad. Como los sueños, que dejan de serlo en el momento en que uno se da cuenta de que está soñando. La imaginación no funciona completamente si uno no suspende su incredulidad parte del tiempo, si el mundo imaginado no llega a experimentarse como si fuese real. Y un mundo tan complejo y extensamente desarrollado -puede que la obra completa supere las cuatro mil páginas- y tan físico permite una experiencia completa de inmersión en un mundo paralelo que no tiene precio. Pero ¿por qué es tan valiosa? Una de las grandes preguntas de la narratología es: ¿es puro placer o es algo más? Es decir, si esa experiencia de inmersión en los mundos de ficción a la que somos tan adictos es universal y ha existido siempre ¿no es lógico pensar que cumple una función tan importante como el impulso sexual o el de buscar comida? Muchas respuesta se están dando a esa pregunta pero, si respondo directamente desde mis aventuras en el mundo de los Siete Reinos, diría que multiplica enormemente mis posibilidades de aprendizaje sobre mí mismo y sobre el mundo al situarme ante experiencias que no he vivido ni probablemente viviré tal como ahí se describen pero que me enseñan mucho sobre las que terminaré viviendo. En algún rincón de mi mente, mientras leo y me identifico sucesivamente con uno u otro -u otra- personaje y reconozco situaciones por las que he pasado o temo tener que pasar, una parte de mí no deja de preguntarse: en ese mundo ¿sería héroe o villano? ¿defendería mi honor (o mis principios) hasta la muerte o elegiría sobrevivir? ¿sería cobarde o al menos un poco valiente, leal a mis amigos o pronto a traicionarlos? ¿de enamoramiento fácil u obtusamente aferrado a la memoria del amor perdido? ¿desafiaría las reglas o me sometería a ellas? O esta pregunta tan curiosa ¿en ese mundo de fantasía yo sería de los que se enfrentan siempre a la realidad o más bien de los que se refugian en la fantasía?