lunes, 4 de abril de 2016

De entre los muertos

Volver de entre los muertos -cuando nos daban por muertos- y consumar una venganza planeada durante años en la sombra mientras sanaban nuestras heridas. La desgracia y la pérdida nos han transformado hasta hacernos irreconocibles y así podemos observar sin ser vistos cómo disfrutan los que nos lo quitaron todo, cegados por la absurda presunción de que nadie puede quitarles lo que ellos tan fácilmente arrebataron a otros. No ven lo que se les viene encima. Cuando por fin asestamos el golpe nos miran como si viesen a un fantasma: “no puede ser...estabas muerto” y por fin contestamos: “estoy vivo y vengo a hacer justicia”. En ese momento supremo, en el clímax de la venganza justiciera ¿sentiríamos una paz infinita caer sobre nosotros como una lluvia benigna? ¿o sentiríamos el vacío, la soledad paradójica de no tener ya enemigo? ¿o no sentiríamos nada en absoluto, agotados por los años en que la preparación de la venganza consumió nuestra capacidad de sentir? No lo sé, nunca he disfrutado de una venganza parecida, aunque me parece un subidón. El caso es que algún deseo profundo tiene que estar relacionado con ello porque, como a mucha gente, me fascinan las historias de vengadores que renacen de sus cenizas y que, de una forma curiosa, engarzan con un tema clásico del folklore, el mito de los revenants; palabra de origen francés que significa algo así como “retornado” y se utilizaba para los seres fantásticos que vuelven de entre los muertos.
El año pasado disfrutamos en cine de una nueva versión del tema: Phoenix, dirigida por Christian Petzold e interpretada por Nina Hoss, quien ya interpretó en Barbara, también dirigida por Petzold, a una mujer a la que le han quitado casi todo. La diferencia es que si en Barbara echábamos de menos la rabia y el deseo de venganza, en Phoenix son el tema central. Varios críticos la han comparado con Vértigo, la obra maestra de Hitchcock, que tenía como subtítulo, precisamente, De entre los muertos.
Y The Revenant, El renacido, fue el acertado título de una estupenda novela de Michael Punke que narra la historia real de mi héroe vengador favorito: Hugh Glass. Fue un cazador que vivió a principios del siglo XIX en las Montañas Rocosas. Contratado por el ejército americano, formó parte de la expedición llamada “los 100 de Ashley”, que remontó el río Missouri. Para apuntarse a la expedición solo había que contestar a un anuncio en el periódico; eran otros tiempos. Glass (curioso nombre para alguien que era todo menos frágil) fue elegido para una pequeña partida de caza en la que fue atacado por una osa grizzly que le desgarró con dientes y zarpas. La expedición tenía que seguir adelante así que dejaron a dos hombres junto al trampero agonizante con el encargo de esperar a que muriese y enterrarlo. Como tardaba en morir lo abandonaron llevándose su rifle, su cuchillo y su ropa. Pero no murió y realizó un viaje sobrehumano de más de trescientos kilómetros sin tener siquiera una navaja, arrastrándose, comiendo raíces, disputando la carroña a los lobos y haciendo cosas terribles para evitar que sus heridas se gangrenasen, como tumbarse sobre un árbol podrido para que los gusanos se comiesen su carne infectada. Consiguió llegar a Fort Kiowa, donde lo curaron y desde donde emprendió un largo viaje para buscar a los que lo abandonaron y robaron. Cuando los encontró, uno era aún demasiado joven y le dio pena. El otro se había hecho militar y matarlo habría significado la horca. Al menos tuvo la satisfacción de poder decirle -mientras el otro lo miraba como quien ve a un fantasma: “ese rifle que llevas es mío”. El gran Alejandro Rodríguez Iñárritu ha recuperado esta historia increíble para una película protagonizada por Leonardo DiCaprio, quien no tiene ni de lejos los rasgos que mi imaginación atribuye a Hugh Glass. Sí los tuvo Richard Harris, quien protagonizó en 1971 una versión de la historia, El hombre de una tierra salvaje, difícil de superar.
Héroes ambiguos de historias agridulces, los retornados convierten su propia reconstrucción en misión, en trabajo de hércules que ellos mismos se asignan. 
Otro gran revenant es el Conde de Montecristo -también basada en unaa historia real: la de un zapatero francés injustamente encarcelado- ejemplo perfecto de una venganza justiciera acariciada durante años y con todo el oro y todo el tiempo del mundo para ejecutarla. También Edmundo Dantés, como Hugh Glass, se encuentra con que la venganza es más fácil de planear que de ejecutar, porque es inevitable que al llevarla a cabo sufran inocentes y porque, si la venganza ha de ser justa (si no lo fuese no seríamos muy diferentes de nuestros agresores) ¿cómo se mide exactamente la culpa de cada uno?
De alguna forma creo que esta es la narrativa que estaba en la base -de forma no explícita- de Searching for Sugarman y que quizá explique el éxito popular del documental. Sixto Rodríguez no parece un hombre vengativo, no sabemos qué rumiaba los largos años que se mantuvo apartado de la música profesional, ni si vivió con amargura su inicial fracaso. Sí sabemos que fue expoliado de sus derechos durante los años en que su música triunfaba en Sudáfrica sin que él lo supiese. Curiosamente circuló la leyenda de que había muerto envuelto en llamas, por un accidente durante una actuación, así que a los ojos de los que creyeron esa historia, volver a ver a Sixto Rodríguez en un escenario muchos años después debió de ser como ver al propio Fénix renacido de sus cenizas. Aunque Sixto no volviese para vengarse, creo que cuando nos identificamos con su historia, no podemos evitar hacerlo desde una posición revanchista: “...me ignoraron, he tenido que vivir en la sombra, trabajando duramente con las manos mientras otros se aprovechaban de mi música haciendo creer que había muerto; me dijeron que no servía, que no me molestase; pero he vuelto, estoy aquí y yo tenía razón.”
La fascinación por estas historias, que apelan a un sentido de la justicia atávico e instintivo, elude estructuras morales muy posteriores, como el perdón, la delegación de la justicia o la reconciliación y tiene, en ese primitivismo moral hondamente arraigado en nosotros y por ello hondamente satisfactorio, su principal efecto llamada.

martes, 27 de mayo de 2014

El tren de la vida

Y de pronto las pantallas de Cineciutat se llenaron de trenes; por una curiosa carambola de programación, coincidieron durante una semana tres películas en las que el tren como escenario juega un papel importante: Deseos humanos, Snowpiercer y Tren de noche a Lisboa. Esto, con ser curioso, tampoco es estadísticamente tan improbable ya que la fascinación del cine por los trenes se remonta a aquel día de 1895 en que los hermanos Lumière presentaron en un café de París los 50 minutos de La llegada del tren y a partir de entonces grandes y pequeñas películas han jugado con la fascinación que nos provoca ese conjunto de habitáculos llenos de seres humanos que intentan vivir sus vidas únicas mientras viajan a toda velocidad por un camino que ya está trazado férreamente en las vías. Lo que sí es mucha coincidencia es que tanto en Deseos humanos como en Snowpiercer el tren tenga un papel determinante, hasta el punto de que parece tener sus propios designios y se convierte en una metáfora del destino. En Snowpiercer los protagonistas, pertenecientes a la clase social más baja, la de los vagones de cola, se afanan por alcanzar la cabecera del tren, la locomotora, porque creen que así podrán controlar su propio destino. Como dice uno de ellos, “todas las revoluciones fracasaron porque no tomaron la locomotora”. Indiferente a sus anhelos y convertido en una nueva Arca (los pasajeros son los supervivientes a una catástrofe ecológica, un “diluvio” de nieve y frío) el tren avanza inexorable siguiendo los planes de un demiurgo que vive en la cabecera del tren, un Noé que tiene muchos puntos en común con el personaje bíblico según una lectura más moderna, la de Darren Aronofsky en la película Noé, es decir un fanático convencido de que tiene que cumplir una misión salvífica aunque sea en contra de la voluntad de los salvados. El relato de Deseos humanos, por su parte, también viene de antiguo aunque no se remonte a la Biblia (o quizá se remonte a antes de la Biblia). El caso es que en su versión moderna se origina en La Bête humaine, una novela de Zola de 1890 que conoció varias versiones en el cine, una alemana, muda, Die Bestie im Menschen, y la gran película que dirigió Jean Renoir en 1938, La Bête humanine. En todas ellas, huracanes de pasiones y anhelos tristemente humanos, sobre todo el de ser algo más de lo que se es, de tener algo más de lo que se tiene, llevan a los protagonistas al límite, al asesinato, a la desesperación....mientras el tren avanza, cambiando de vía, cruzando puentes y túneles, su penetrante silbido como la carcajada de un dios que se riese de los deseos humanos. Quizá ninguna de ellas ha tenido la fuerza visual de las últimas páginas de la novela de Zola: los dos maquinistas se asesinan uno a otro y el tren continúa su loca carrera indiferente a todo, lleno de jóvenes soldados que van a la guerra y que cantan canciones patrióticas, todavía ignorantes del hecho de que su muerte no será heroica y ya está escrita...en las vías del tren.

sábado, 30 de noviembre de 2013

Un donjuán de andar por casa

Lo que más me ha interesado de la estupenda película de Mariano Barroso Todas las mujeres es la forma en que actualiza y difumina el mito de Don Juan hasta dejarlo casi irreconocible -y por eso más efectivo- gracias a una interpretación extraordinaria de Eduard Fernández. ¿Es posible que este hombre solo y acabado, perdido en ese chalet que ni siquiera sabe si es suyo, estafador penoso, mentiroso compulsivo, sea un donjuán? Y, si nos acercamos a él, vemos que expresa todos los matices del mito: pasa de una mujer a otra sin sentimientos, intentando conseguir lo que necesita de ellas antes de abandonarlas, no está comprometido con nada más que con sus propios deseos y necesidades -no solo sexuales- y no se para en nada para satisfacerlos; tiene labia fácil y atractiva, se mueve siempre desde la seducción antes de conseguir su objetivo y desde el desprecio cuando ya lo ha conseguido; y, sin embargo, la gente sigue acudiendo a su llamada; cada vez menos, cada vez con más recelo, pero siguen acudiendo; tiene, incluso, su “convidado de piedra”, magistralmente representado en ese sillón vacío al que habla como si estuviese ocupado por su suegro, siguiendo la sugerencia de la psicóloga (la técnica de la “silla caliente”) sillón que, como buen convidado de piedra, permanece mudo ante el monólogo autojustificatorio de Don juan. A fin de que cuentas es la palabra del suegro (el comendador, en la obra de Tirso) la que le condenará o salvará del infierno (la cárcel para el ¿pobre? Nacho).

Entonces ¿es un impresentable o un simpático rebelde? Los distintos relatos que han ido desarrollando el mito lo han visto desde ambos ángulos y seguramente esa ambigüedad es la esencia del personaje y de la fascinación que provoca. Los relatos del siglo XVII lo presentaban como a un libertino despiadado que seduce a las mujeres con engaños, que no respeta los símbolos religiosos y que finalmente recibe su castigo, es el Don Juan de Tirso. Hubo muchas otras historias de parecido talante y todas ellas acaban con alguna forma de castigo, incluso alguna tuvo el amenazador título de No hay deuda que no se pague ni plazo que no se cumpla, título que es en sí mismo una moraleja.

La vieja masculinidad está basada en dos mitos que parecen contrapuestos pero están secretamente unidos: el patriarca y el libertino. Por un lado, el individuo de orden que defiende la ley y la impone; hombre de familia y autoridad, sin fisuras ni vicios, adicto al trabajo, sin tiempo para tonterías. Por otro, el libertino, soltero o casado infiel, sin oficio conocido, transgresor de la ley y de las normas, embaucador, cínico, descreído y promiscuo. En realidad la vieja masculinidad consistía en aspirar a ser lo primero mientras se deseaba ser lo segundo, siendo el resultado generaciones enteras de hombres atrapados en un dilema imposible que tiene su expresión extrema y grotesca en Berlusconi: máximo patriarca y autoridad de un gran país, representante de los valores conservadores de día, bufonesco don juan de noche; mezcla absurda de galantería y misoginia, encarna de forma sumamente estereotipada las dicotomías del dictador/transgresor o el protector/abusador y no extraña que fascine y seduzca al sector de la sociedad al que le interesa defender esos estereotipos. Ni extraña tampoco que sea ya inútil y empiece su caída a partir del momento en que su corrupción es de tal alcance, tan evidente, que resulta imposible mantener la apariencia que era la esencia de su función social: ser el modelo triunfador de la vieja duplicidad masculina.
Por eso el relato clásico incluye el castigo y la oferta hipócrita de alguna forma de redención, porque el hombre/patriarca desea en el fondo que el hombre/donjuán siga realizando los ocultos deseos de todos, al tiempo que lo castiga para mantener el poder.
Si alguien encarnó en la realidad el mito de Don Juan fue Giacomo Casanova: embaucador, rebelde, mentiroso, embajador de falsas loterías por todas las cortes de Europa, curandero, duelista, conquistador irresistible y compulsivo, librepensador o religioso según le conviniese...es curioso que lo que se enseña de él en Venecia es la celda en la que estuvo preso y de la que se fugó de forma rocambolesca. Parece muy lejana su imagen glamurosa de la de Nacho, nuestro donjuán de andar por casa, el vecino; y, sin embargo, los une una trayectoria y un destino común: la soledad que va cayendo sobre ellos lentamente, hasta que es lo único que les queda entre las manos cuando descubren, dolorosamente y casi siempre demasiado tarde, que se puede engañar a todo el mundo algunas veces, pero no se puede engañar a todo el mundo siempre.

domingo, 10 de noviembre de 2013

La educación (sentimental) de Adèle.



Llevado por mis propios prejuicios creía que La vida de Adèle sería una historia sobre las dificultades del amor homosexual: nosotras dos contra el mundo, que en el fondo es la estructura de Romeo y Julieta: la fuerza -o la debilidad- del amor contra las barreras sociales. Pero esta inteligente película tiene el acierto de ir por otros derroteros; porque Adèle tiene la inmensa suerte de vivir en un mundo -o en un nicho social- en el que el amor homosexual es sólo tan bello y difícil como el hetero. Y porque ni siquiera el amor es el protagonista de la historia. No, el amor es el paisaje -sobrecogedor- por el que discurre el viaje de Adèle para convertirse en persona. No es casualidad que la película tenga dos partes perfectamente diferenciadas. En la primera la vemos en el instituto: aprendiendo literatura, bailando en manifestaciones, tonteando con chicos y después con chicas, en su habitación en casa de sus padres, rompiendo un corazón y finalmente arriesgando el suyo al enamorarse de una chica con el pelo azul. En la segunda parte la encontramos viviendo con Emma, enseñando a niños en un colegio, organizando comidas, visitando a sus padres, intentando o ensayando su vida adulta. Si la primera era una historia de descubrimientos: la literatura, la enseñanza, el sexo, la política...la segunda es de una autoafirmación a veces dolorosa. También es una opción muy inteligente presentar la vida de Emma -totalmente volcada en su carrera de joven promesa de la pintura- como más glamurosa que la de Adèle; todo en Emma -sus amigos, sus intereses, su trabajo, la pasión con que hace las cosas- parece terriblemente interesante pero Adèle sabe -y es el primer gesto realmente adulto que vemos en ella- que su vida tiene que seguir un camino diferente; en el deseo de Emma de hacerla cambiar se descubre a sí misma como en un negativo. Por todo eso la escena final en que se aleja sola por la calle dejando atrás un mundo que no es el suyo, un amor ya imposible y un romance posible pero insípido, no es una imagen triste sino liberadora; ha tenido que perder mucho y sufrir mucho para encontrarse así: sola pero libre, dispuesta por fin a empezar su propia aventura. 
Historia de crecimiento e iniciación a la manera de La educación sentimental de Flaubert o Las desventuras del joven Werther de Goethe y de toda la tradición del roman d'apprentissage, de los cuales es una puesta al día excepcional, La vida de Adèle nos recuerda, sin en ningún momento hacerlo explícito, sin palabras con mayúsculas o pedantes diálogos, sólo a base de imágenes de una intimidad turbadora, que el crecimiento personal no es algo que se pueda aprender en un cursillo a medida; es algo que nos ocurre a pesar nuestro, es la única forma de seguir a flote.


martes, 5 de noviembre de 2013

El otro, el infiltrado


La fascinación por ser otro quizá esté en la base de la atracción que despiertan las historias de espías. Aunque pueden seguir varias narrativas -por ejemplo, hubo un post antiguo sobre El topo, película y antes novela de John LeCarré sobre la misión encomendada a un espía de limpiar de topos el servicio secreto inglés y que yo relacionaba con la narrativa de los trabajos de Hércules- creo que cuando resultan más fascinantes es cuando se centran en la vida del espía como infiltrado, alguien que asume una identidad nueva para cumplir una misión, colocándose con ello en una situación paradójica: cuanto más se mimetice con el entorno -es decir, cuanto más se parezca al enemigo, que lo es, precisamente, por ser diferente- más probabilidades tendrá de llevar a cabo su misión y escapar ileso. En general creo que más que la vida del espía, es la vida del infiltrado la que resulta fascinante sobre todo cuando la historia, más que en peripecias rocambolescas, se centra en el problema de identidad del infiltrado. Parece otro, pero sigue siendo el mismo... por dentro. Ahora bien, “dentro” y “fuera”, “hábito” y “monje”, identidad y apariencia en suma, no tienen una línea de puntos clara por la que podamos cortar. Por eso el precio que paga el infiltrado es el riesgo de que a base de parecer otro termine siendo un poco otro o termine no sabiendo bien quién es. Hubo una estupenda pelicula de Mike Newell sobre este tema, Donnie Brasco, que recogía la historia real de Mike Pistone, un agente del FBI que abandonó a su familia para vivir durante cuatro años infiltrado en la Mafia y que aún hoy día vive oculto con una identidad falsa...que ya es su tercera identidad y que posiblemente sea ya tan real como la primera. Y la estupenda serie The Americans juega ampliamente con esta idea llevándola al territorio de la pareja. Dos jóvenes espías rusos perfectamente entrenados, Elizabeth Y Phillips, son enviados a USA con identidades falsas para que formen una típica familia americana y así puedan hacer sus cosas de espías con una tapadera perfecta. El conflicto se va gestando con el paso de los años: él encaja perfectamente en su identidad americana y va olvidando que su vida familiar es una ficción (comprensiblemente, porque tienen hijos, duermen juntos y llevan un negocio); ella intenta mantenerse firme y recordárselo pero no puede evitar irse enamorando de él. En una escena particularmente intensa ella le dice “¿no te gustaría que nuestra vida fuese real?” lo que resulta un poco absurdo porque sus hijos son reales, el amor que siente por ellos es real y lo que siente por Phillip -aunque no tenga muy claro qué siente- también es real y todo ello suma más realidad que la de muchas parejas “realmente reales” y sin embargo uno entiende su dilema: la entrenaron para no considerar real una vida que se hizo real por sí sola. Lo que sugiero es que la serie -y otras historias de infiltrados- nos cautiva porque bajo sus pelucas falsas y sus micrófonos ocultos discurre un gran tema: nunca nos identificamos al cien por cien con nuestra identidad social (la que ven los demás) porque ninguna identidad puede abarcar nuestra complejidad ni nuestras fantasías de ser otros; por eso todos estamos en cierta medida infiltrados en nuestra vida auténtica.

martes, 23 de julio de 2013

El otro, el mismo

Ya apuntaba en el post anterior que qué queremos decir con eso de “llegar a ser uno mismo” o “encuéntrate a ti mismo” es una cuestión interesante y en mi opinión mucho más confusa y discutible de lo que estamos dispuestos a admitir. No sé por qué pero siempre me han llamado mucho la atención las historias que precisamente describen lo contrario: el viaje para alejarse de uno mismo. En El Impostor, un documental inglés de 2012 sobre un joven europeo que se hizo pasar por un adolescente americano que llevaba años secuestrado y que fue aceptado por la familia sin poner en duda su identidad, el protagonista dice esta frase impresionante: “Desde que tengo memoria siempre quise ser otro”. Presenta un aire menos oscuro del mismo tema la estupenda Atrápame si puedes, con Leonardo DiCaprio. Ambas historias muestran dos personalidades con un perfil psicopático. En El Impostor se roba la personalidad de otro (el niño secuestrado). En Atrápame...se crea una personalidad nueva (el brillante piloto). Una de las formas de la psicopatía es robar identidades, como se roban coches o dinero. Un ejemplo extraordinario de esta narrativa es la serie de libros que Patricia Highsmith dedicó al personaje de Tom Ripley y que ha tenido por lo menos dos versiones estupendas en el cine, Duelo al sol y El talento de Mr. Ripley. En esa historia y a lo largo de varias novelas, P. Highsmith describe la evolución de Tom, un tipo simpático que no duda en llevarse por delante a quien sea cuando sus intereses se ven amenazados. Su deriva comienza precisamente con el asesinato de su amigo y la suplantación de su identidad, algo que hace con destreza, inteligencia y muy pocos escrúpulos, casi como si fuese un talento natural en él. Quizá la identidad, nuestra identidad, eso que somos o creemos ser, actúa como un freno moral; hay cosas que nunca haríamos “porque yo no soy así”; y quizá el psicópata carece de eso, seguramente lo ve como un ridículo lastre. Pero ¿qué pasa cuando huir de nuestra identidad es el único viaje posible porque ser uno mismo no es un freno moral, sino un dolor o un miedo insoportable? Quizá eso es lo que le ocurre al protagonista de El último Elvis, preciosa película de Armando Bo que describe el largo viaje de un hombre hacia el destino soñado: ser Elvis. Aquí no se roba la identidad de alguien, Elvis Presley, quien lleva ya mucho tiempo muerto y es solo una identidad-cáscara; simplemente se ocupa, como se okupa una casa vacía, como se okupan las casas de los ricos, porque ahí sobra espacio. Borges decía de Alonso Quijano: “el hidalgo que quiso ser Don Quijote y al fin lo fue” definiendo así como un logro lo que otros consideran locura. No siempre los sabios del pasado tienen razón. Quizá haya alternativas de libertad a eso de ser uno mismo. Quizá poder ser otro sea también una forma de libertad y no solo un trastorno disociativo.

miércoles, 6 de marzo de 2013

¿Quién es Sugar Man?

Explica David Eagleman en su interesantísimo libro Incógnito que el cerebro se organiza a base de estructuras que muchas veces compiten entre sí y que la principal función de la consciencia o de eso a lo que llamamos “yo” es poner orden, ser una especie de moderador entre impulsos, rasgos de personalidad e incluso identidades varias y cita con frecuencia a Walt Withman: “Soy muchos. Contengo multitudes”. Dice Eagleman que por eso la mente genera automáticamente relatos, que son la única forma que tenemos de experimentar como coherente nuestro caos interno. Estaba terminando el libro cuando vi Sugar Man, el documental sobre Sixto Rodríguez. La historia no puede ser más curiosa. Un cantatutor americano publica un par de álbumes que pasan sin pena ni gloria -a pesar de incluir canciones impresionantes, como Sugar Man- por lo que se olvida de su carrera musical y vuelve a su trabajo de siempre: es obrero y trabaja en demoliciones. Durante los años siguientes y sin que él lo sepa, uno de sus discos llega por casualidad a Sudáfrica en los últimos años del apartheid, donde se convierte en un clásico, un músico imprescindible al que todo el mundo escucha y algunos de sus temas terminan siendo los himnos del movimiento anti-apartheid. Se extiende el bulo de que se suicidó a lo bonzo durante una actuación, lo que explica su desaparición y al mismo tiempo engrandece el mito. Treinta años después de que Rodríguez abandonase la música, su hija, gracias a la magia de internet, se entera de que un grupo de fans sudafricanos están intentando averiguar las verdaderas circunstancias de su muerte, se pone en contacto con ellos y les cuenta que su padre es un señor normal que trabaja en una obra. A partir de ahí nace el documental que cuenta las pesquisas para encontrarlo y la milagrosa “resurrección” del Rodríguez cantante. Es muy emocionante verlo subir a un escenario como si llevase toda la vida siendo una estrella, como si no llevase treinta años levantándose a las 7 para ponerse el mono de trabajo. Es emocionante ver la humilde casa en la que sigue viviendo después de renacer como ídolo musical, la aparente indiferencia con que lleva todos esos cambios, sus paseos solitarios por una Detroit en descomposición. El documental cuenta dos historias: el viaje detectivesco de los fans para encontrar la verdad sobre Rodríguez y el viaje de Rodríguez para encontrar la verdad sobre sí mismo.
Toda narración tiene la estructura de un viaje porque toda narración cuenta un cambio. Esos viajes a veces son físicos y a menudo simbólicos. Todo relato policíaco es un viaje en pos de una verdad. Todo relato iniciático o espiritual es un viaje hacia uno mismo. Nadie lo explicó mejor que Juan Ramón Jiménez: ¡No corras, ve despacio/ que adonde tienes que ir es a ti solo!/ ¡Ve despacio, no corras,/ que el niño de tu yo, recién nacido eterno,/ no te puede seguir!”
Hay todo un negocio de auto ayuda montado sobre la engañosa y facilona máxima “sé tú mismo”, pero ¿cómo ser nosotros mismos cuando somos multitudes? ¿Cuándo se siente más auténtico Sixto Rodríguez, cantando sobre un escenario o tomando una cerveza en el porche de su destartalada casa después de un duro día de trabajo? Seguramente no lo sabe, seguramente intenta enhebrar un relato que integre ambas identidades. Seguramente alberga identidades que no conocemos. El viaje hacia uno mismo no es el viaje hacia una identidad sin fisuras que nos espera en algún punto del futuro, es un relato que nos contamos para tener un mapa con el que orientarnos en los distintos territorios que somos.