Ya apuntaba en el post anterior que qué queremos
decir con eso de “llegar a ser uno mismo” o “encuéntrate a ti
mismo” es una cuestión interesante y en mi opinión mucho más
confusa y discutible de lo que estamos dispuestos a admitir. No
sé por qué pero siempre me han llamado mucho la atención las
historias que precisamente describen lo contrario: el viaje para
alejarse de uno mismo. En El Impostor,
un documental inglés de 2012 sobre un joven europeo que se hizo
pasar por un adolescente americano que llevaba años secuestrado y
que fue aceptado por la familia sin poner en duda su identidad, el
protagonista dice esta frase impresionante: “Desde que tengo
memoria siempre quise ser otro”. Presenta un aire menos oscuro del
mismo tema la estupenda Atrápame si puedes,
con Leonardo DiCaprio. Ambas historias muestran dos personalidades
con un perfil psicopático. En El Impostor se
roba la personalidad de otro (el niño secuestrado). En Atrápame...se
crea una personalidad nueva (el brillante piloto). Una de las formas
de la psicopatía es robar identidades, como se roban coches o
dinero. Un ejemplo extraordinario de esta narrativa es la serie de
libros que Patricia Highsmith dedicó al personaje de Tom Ripley y
que ha tenido por lo menos dos versiones estupendas en el cine, Duelo
al sol y El talento de
Mr. Ripley. En esa historia y a
lo largo de varias novelas, P. Highsmith describe la evolución de
Tom, un tipo simpático que no duda en llevarse por delante a quien
sea cuando sus intereses se ven amenazados. Su deriva comienza
precisamente con el asesinato de su amigo y la suplantación de su
identidad, algo que hace con destreza, inteligencia y muy pocos
escrúpulos, casi como si fuese un talento natural en él. Quizá la
identidad, nuestra identidad, eso que somos o creemos ser, actúa
como un freno moral; hay cosas que nunca haríamos “porque yo no
soy así”; y quizá el psicópata carece de eso, seguramente lo ve
como un ridículo lastre. Pero ¿qué pasa cuando huir de nuestra
identidad es el único viaje posible porque ser uno mismo no es un
freno moral, sino un dolor o un miedo insoportable? Quizá eso es lo
que le ocurre al protagonista de El último Elvis, preciosa
película de Armando Bo que describe el largo viaje de un hombre
hacia el destino soñado: ser Elvis. Aquí no se roba la identidad de
alguien, Elvis Presley, quien lleva ya mucho tiempo muerto y es solo
una identidad-cáscara; simplemente se ocupa, como se okupa una casa
vacía, como se okupan las casas de los ricos, porque ahí sobra
espacio. Borges decía de Alonso Quijano: “el hidalgo que quiso
ser Don Quijote y al fin lo fue” definiendo así como un logro lo
que otros consideran locura. No siempre los sabios del pasado tienen
razón. Quizá haya alternativas de libertad a eso de ser uno mismo.
Quizá poder ser otro sea también una forma de libertad y no solo un
trastorno disociativo.
martes, 23 de julio de 2013
miércoles, 6 de marzo de 2013
¿Quién es Sugar Man?
Explica David Eagleman en su
interesantísimo libro Incógnito que
el cerebro se organiza a base de estructuras que muchas veces
compiten entre sí y que la principal función de la consciencia o de
eso a lo que llamamos “yo” es poner orden, ser una especie de
moderador entre impulsos, rasgos de personalidad e incluso
identidades varias y cita con frecuencia a Walt Withman: “Soy
muchos. Contengo multitudes”. Dice Eagleman que por eso la mente genera
automáticamente relatos, que son la única forma que tenemos de
experimentar como coherente nuestro caos interno. Estaba terminando
el libro cuando vi Sugar Man,
el documental sobre Sixto Rodríguez. La historia no puede ser más
curiosa. Un cantatutor americano publica un par de álbumes que pasan
sin pena ni gloria -a pesar de incluir canciones impresionantes, como
Sugar Man- por lo que
se olvida de su carrera musical y vuelve a su trabajo de siempre: es
obrero y trabaja en demoliciones. Durante los años siguientes y sin
que él lo sepa, uno de sus discos llega por casualidad a Sudáfrica
en los últimos años del apartheid,
donde se convierte en un clásico, un músico imprescindible al que
todo el mundo escucha y algunos de sus temas terminan siendo los
himnos del movimiento anti-apartheid. Se
extiende el bulo de que se suicidó a lo bonzo durante una actuación,
lo que explica su desaparición y al mismo tiempo engrandece el mito.
Treinta años después de que Rodríguez abandonase la música, su
hija, gracias a la magia de internet, se entera de que un grupo de
fans sudafricanos están intentando averiguar las verdaderas
circunstancias de su muerte, se pone en contacto con ellos y les
cuenta que su padre es un señor normal que trabaja en una obra. A
partir de ahí nace el documental que cuenta las pesquisas para
encontrarlo y la milagrosa “resurrección” del Rodríguez
cantante. Es muy emocionante verlo subir a un escenario como si
llevase toda la vida siendo una estrella, como si no llevase treinta
años levantándose a las 7 para ponerse el mono de trabajo. Es
emocionante ver la humilde casa en la que sigue viviendo después de
renacer como ídolo musical, la aparente indiferencia con que lleva
todos esos cambios, sus paseos solitarios por una Detroit en
descomposición. El documental cuenta dos historias: el viaje
detectivesco de los fans para encontrar la verdad sobre Rodríguez y
el viaje de Rodríguez para encontrar la verdad sobre sí mismo.
Toda
narración tiene la estructura de un viaje porque toda narración
cuenta un cambio. Esos viajes a veces son físicos y a menudo
simbólicos. Todo relato policíaco es un viaje en pos de una verdad.
Todo relato iniciático o espiritual es un viaje hacia uno mismo.
Nadie lo explicó mejor que Juan Ramón Jiménez: “¡No
corras, ve despacio/ que
adonde tienes que ir es a ti solo!/ ¡Ve despacio, no corras,/ que el
niño de tu yo, recién nacido eterno,/ no te puede seguir!”
Hay
todo un negocio de auto ayuda montado sobre la engañosa y facilona
máxima “sé tú mismo”, pero ¿cómo ser nosotros mismos cuando
somos multitudes? ¿Cuándo se siente más auténtico Sixto
Rodríguez, cantando sobre un escenario o tomando una cerveza en el
porche de su destartalada casa después de un duro día de trabajo?
Seguramente no lo sabe, seguramente intenta enhebrar un relato que
integre ambas identidades. Seguramente alberga identidades que no
conocemos. El viaje hacia uno mismo no es el viaje hacia una
identidad sin fisuras que nos espera en algún punto del futuro, es
un relato que nos contamos para tener un mapa con el que orientarnos
en los distintos territorios que somos.
lunes, 4 de marzo de 2013
Personas en la niebla
El
caso es que la historia del pobre Nim me llevó a revisar Gorilas
en la niebla, la película que
rodó Michael Apted en el 88 sobre el trabajo de Dian Fossey con los
gorilas de montaña. Al principio pensé que se trata en realidad de
una historia sobre el tema del intruso. Ya comenté hace mucho este
tema hablando de dos películas argentinas, El hombre de al
lado y Un cuento
chino. En ellas se trataba el
tema del intruso desde dos perspectivas: el intruso benefactor y el
intruso destructor. Me pareció muy curiosa la forma en que Gorilas
en la niebla combina ambos
temas. Dian Fossey fue claramente una “intrusa benefactora” para
los gorilas de montaña, una especie abocada a la extinción debido a
los cazadores furtivos y a encontrarse su hábitat, el parque de
Virunga, entre tres estados africanos muy inestables: Uganda, Ruanda,
y la República de Congo. Aunque Dian Fossey no descubrió a los
gorilas -el parque existe desde los años 30 del siglo XX- sí llamó
la atención sobre ellos de forma muy especial. Al principio sólo le
guiaba la ambición científica de conocerlos mejor pero para ello
tuvo que desarrollar un método novedoso: ser aceptada como uno más
de su grupo, o al menos como alguien muy semejante, lo que le
permitió compartir con ellos tantos momentos cotidianos que llegó a
conocerlos como a individuos y a desarrollar una especial forma de
afecto. Fue de las primeras primatólogas que hablaron con
conocimiento de causa de que los grandes simios tienen una vida
mental. Aunque la caza furtiva se sigue practicando -el último censo
de 2012 arroja una población de sólo 880 gorilas vivos- la
barbaridad que supone empieza a ser percibida de forma muy diferente
por la comunidad científica y por una parte de la opinión pública:
cazar a un gorila es mucho más que expoliar un recurso natural, es
matar o secuestrar a alguien que siente de forma muy semejante a como
sentimos nosotros. Esto no lo sabríamos sin el trabajo de Dian
Fossey y de otras primatólogas. Así que para los gorilas y para los
que creemos en que no hace falta viajar a otros planetas para
encontrar otras formas de vida inteligente, Fossey fue sin duda una
intrusa benefactora. Sin embargo ahora tengo mis dudas acerca de que
narrativamente entre en esta categoría porque uno de los aspectos
interesantes del tema del intruso benefactor es que no llega con una
misión, su acción benéfica tiene algo de inconsciente. El intruso
benefactor no viene a liberar a nadie, es su “alteridad”, su
extrañeza radical, la que nos ayuda a cambiar. Y por otro lado, un
aspecto interesante de la película -y de la propia vida de Dian
Fossey- es que no esconde la otra perspectiva: que para mucha gente
era una intrusa destructora. Fue a menudo cruel y despótica y llegó
a ser acusada de utilizar torturas y métodos violentos para
intimidar a los furtivos -algunos de ellos niños-. Para ellos y para
todos los que indirectamente se beneficiaban de esa práctica su
llegada representaba una amenaza y defendieron su territorio con más
furia y astucia que los gorilas. Seguramente fueron ellos quienes
acabaron con su vida a machetazos un día de Diciembre de 1985. Su
revólver estaba a medio cargar y quedaron muchas señales de lucha
en la cabaña. Para alguien que dedicó su vida a desmitificar el
comportamiento violento de los gorilas, es una muerte paradójica.
Así que me inclino más bien por que la historia de esta científica -en principio idónea para una historia de búsqueda de la verdad- se desarrolla como una narrativa de la tarea del
héroe. Es curioso cómo la película narra el encuentro al principio
con Louis Leakey, el gran arqueólogo, quien encomienda a Dian su primera “misión” y
quien incluso la pone a prueba, de forma iniciática: le pide que se
opere de apéndice. Leakey, por su fama y por su porte aparece como
un hombre poderoso -el "rey" de los relatos del trabajo del héroe- y
cumple claramente una función iniciática. Todo en la vida de Fossey
adquiere con la perspectiva del tiempo una dimensión
heroico/trágica. Y me pregunto si era esa la narración que se
contaba a sí misma. En su libro -del mismo título que la película-
explica cuando muere Digit, uno de sus gorilas preferidos al que
encontró decapitado en la jungla, que su muerte había sido un acto
heroico ya que entregó su vida para que su grupo pudiera salvarse.
Dian fue enterrada junto a los cuerpos de otros gorilas, muertos de la
misma forma, como una guerrera.
Sí
es un relato de liberación sin embargo El
origen del planeta de los simios.
Aunque parezca una frivolidad mencionar esta película junto a la
historia anterior me parece que de alguna forma están conectadas. La
larga saga de El
planeta de los simios ha
pasado por muchas vicisitudes y desde luego ha ido decayendo de forma
patética pero me parece que la última remonta el vuelo al dar un
interesante giro a la historia: el verdadero protagonista es Cesar,
un chimpancé extremadamente inteligente que asume la tarea de
liberar a sus semejantes de la opresión humana. Cesar es un héroe
espartaquista, un esclavo que rompe primero sus propias cadenas y
después las de sus iguales y va con ellos a la guerra contra la
tiranía. Un crítico americano (Michael
Phillips, en el “Chicago Tribune”) escribió certeramente que la
película era un desarrollo fantástico de Proyecto
Nim.
Curioso.
En
resumen: una limitación de la mente humana es que no podemos hablar
de nada -y mucho menos de alguien parecido a nosotros- sin contar
historias que de alguna forma vuelven siempre a hablar de nosotros.
jueves, 21 de febrero de 2013
Historias de autosuperación
domingo, 3 de febrero de 2013
El Pí de Pollença
En
Pollença, la mañana del 17 de Enero, van a la finca de Ternelles,
buscan un pino de más de veinte metros, lo talan, lo desbrozan, lo
pelan, lo llevan hasta la Plaça Vella, lo enjabonan, lo clavan en el
suelo y, cuando ya está bien sujeto, los mozos intentan trepar por
él y coronar la copa, donde hay un saquito con confeti y una cesta
con un gallo. Veinte metros son muchos, una casa de cuatro pisos, más
o menos. El tronco es muy grueso en la parte baja, solo se puede
trepar completamente abrazado a él; lo más fácil son los últimos
metros, pero hay que llegar a ellos: y no hay red, ni arnés, ninguna
medida de seguridad, ni siquiera la piña humana que formarían los
castellers y que podría
amortiguar el golpe. En la parte baja se forma un remolino de chicos,
todos muy jóvenes, que quieren intentarlo subiéndose unos encima de
otros, a veces cooperando entre ellos para salvar los metros más
difíciles, a veces estorbándose y pisándose. La plaza está
abarrotada de gente que suspira y grita con los fallidos intentos,
que duran dos o tres horas. A veces un mozo consigue salvar los
primeros metros, llega hasta la mitad, la gente empieza a gritar
animándolo a seguir, él se queda inmóvil, abrazado al pino y, en
el instante en que afloja los brazos un poco, empieza a deslizarse
hacia abajo y la plaza se llena de un gigantesco oooohhhh!!!
decepcionado. Ya entrada la noche siempre alguno empieza a subir sin
detenerse y, cuando salva los dos tercios del pino, ya casi es seguro
que lo consigue y es entonces cuando la plaza estalla de emoción. Al
coronar la copa desata el saquito de confeti y derrama sobre la plaza
una lluvia de polvo brillante que no vale nada pero se recibe con
gritos de alegría, como si un rey magnánimo arrojase oro a puñados.
Luego el héroe desciende entre aplausos. Lo encontramos horas
después en un bar, rodeado de sus amigos, todavía recibiendo
palmadas y abrazos. Volvimos a pasar por la plaza muy tarde, cuando
ya no había nadie. Visto desde abajo, el enorme tronco desnudo
parecía un larguísimo camino. Fue un placer abrazarse al pino y una
sorpresa comprobar que era imposible subir un centímetro. La gran
mayoría de los que estábamos en esa plaza no podríamos subir ni un
metro; muy pocos pueden llegar hasta la mitad. El esfuerzo está
perfectamente calculado para que sea casi imposible conseguirlo pero
siempre haya alguien que lo consiga. Genera la alegría de que al
menos alguien lo logró; si yo no puedo, que al menos otro pueda
porque así, una parte de mí puede sentir que puede, la parte de mí
que se identifica con el héroe. Una alegría solidaria y un punto
egoísta porque la ritualización de la subida al pino, su puesta en
escena, permite esa identificación, ese placer vicario. Por unos
segundos todos somos un poco el chico que corona el pino y que al
lograrlo nos corona a todos. Tantos años en Mallorca y nunca había
visto este increíble espectáculo, la forma más antigua, sencilla y
efectiva de narrar el viaje del héroe.
jueves, 23 de agosto de 2012
Once
Vuelvo a escuchar Once,
el disco de Markéta Irglová y Glen Hansard que me ha acompañado
durante mucho tiempo y vuelvo a preguntarme como otras veces si me
gustaría tanto si no lo hubiese escuchado por primera vez viendo la
película, en la que ves nacer esas canciones y asistes a las dudas,
la mezcla de intuición y toma de decisiones que implica crear algo.
Y creo que me gustaría si lo hubiese escuchado sólo como un audio,
pero que no me diría tantas cosas. Cuando ví la película, hace
unos seis años, leí algo sobre ellos que me hizo pensar que era
casi autobiográfica: la historia de un músico callejero que conoce
a una chica también música, cómo se hacen amigos y colaboran para
sacar un disco con muy pocos medios. Aunque se presentaba como obra
de ficción, irradiaba una sensación de realidad, de autenticidad.
La película, a pesar de sus aparentes modestas pretensiones, tuvo un
éxito rotundo y ganó, entre otros, dos importantes premios:
Sundance 2007 y Oscar mejor canción 2007. Por lo visto fue durante
la gira de promoción de la película que empezó una historia de
amor entre Markéta y Glen, una historia que en la película sólo
quedaba insinuada pero se intuía inevitable. La fama que les dieron
esos premios tuvo como consecuencia que empezasen a salir de gira
casi continuamente. En realidad ya funcionaban antes como grupo, “The
swell season”. Y éste es el título del documental que se estrena
ahora sobre sus giras, sobre la relación entre ellos, cómo les
afecta la fama y cómo termina la relación amorosa para volver a ser
de amistad y compromiso musical. En el documental desvelan algunas
cosas sobre su vida “auténtica” aunque, desgraciadamente,
parecen más interesados en hablar del Oscar y de lo pesado que es
ser famoso que de su proceso creativo y esa pretensión de
autenticidad plantea algunas preguntas. Cuando ellos “discuten”,
normalmente porque Markéta no soporta a los fans o porque no acepta
la pérdida de autenticidad que implica la fama (aunque en el momento
de decirlo está haciendo una película que la hará aún más
famosa) lo hacen delante de la cámara (es decir, delante de un
equipo completo de técnicos) por lo que es imposible que sea una
“auténtica” discusión aunque es posible que sea la recreación
de alguna de las discusiones que han tenido, es decir, es una ficción
construida sobre una realidad íntima que no conoceremos pero de la
que se nos intenta dar la impresión que la estamos conociendo. Como
ocurre en cualquier narración, todo depende de los momentos o de las
acciones que se eligen contar y el orden y la forma en que se
cuentan, lo que hace que el documental, aunque no sea ficción, tenga
poco de real. La extraña impresión que me deja The Swell
Season es que el documental que
se suponía revelador “vela” más que la historia ficticia, que
quizá no lo era tanto. Esto no es una crítica aunque lo parezca, es
sólo una reflexión acerca de la imposibilidad del relato auténtico
o, mejor dicho, acerca de lo problemático de las nociones de
autenticidad o realidad aplicadas a la vida humana.
lunes, 16 de julio de 2012
El buen profesor
Fue un momento curioso elegir las
películas que formarán el programa de un cinefórum que se pondrá
en marcha el curso que viene sobre cine y educación. Cada profesor
llevó sus propuestas y lo primero que me sorprendió fue que había
un número elevado de coincidencias. Aunque todas eran pertinentes
algunas tenían con la educación una relación sólo indirecta
porque su tema central era la infancia, la exclusión social, etc.
pero me fijé especialmente en las que recogían la figura del
educador. Eran las siguientes: La clase, Hoy empieza todo, Ni uno
menos, Profesor Lazhar, La Ola, El pequeño salvaje, El milagro de
Anna Sullivan, Ser y tener, Precious, Los chicos del coro...
Otra
cosa que me llamó la atención fue la ausencia clamorosa en todas
las listas -incluida la mía- de El club de los poetas
muertos, película con mucho
éxito de público en su día pero que nunca fue bien aceptada ni por
los críticos ni por los educadores, que la consideraban tramposa,
sentimentaloide y previsible. Y, por razones obvias, nadie pensó en
una película que me pareció divertida, aunque todo el mundo la
considera una tontería: Escuela de Rock,
revisión gamberra de El club de los poetas... en
la que un impresentable rockero expulsado de su banda suplanta la
identidad del profesor de música de un colegio elitista.
Afortunadamente parece que el cine posterior entrega versiones del
trabajo educativo más realistas e interesantes, con la excepción de
Los chicos del coro,
que supongo que se coló en las listas más por ser una película
reciente que por sus valores cinematográficos o pedagógicos y que
en todo caso para mi gusto queda muy por debajo de El
club.... Y, por supuesto, a
nadie se le ocurrió incluir los subproductos del cine americano más
comercial que, siempre dispuesto a manosear los arquetipos hasta
convertirlos en caricaturas, explotó hace años la figura del buen
profesor en versión neofascista en películas horrendas en las que el supuesto educador era
un o una (Michelle Pfeiffer, sin ir más lejos) ex-marine
que tiene que ganarse a una
clase de chavales “marginales” y que sólo consigue su respeto
una vez les ha demostrado -de forma práctica, por supuesto- sus
conocimientos de artes marciales (por lo visto, la única cosa que
respetan los chavales marginales). Ahora bien, las que sí aparecen en las listas son más
realistas pero sólo en la forma en que un relato puede serlo, porque
todo relato está al servicio de uno o varios arquetipos. El “buen
profesor” me parece una variante del intruso
benefactor ya que en varias de las películas que he comentado, se
trata de alguien que viene de fuera y que al principio es mal
recibido. Otro de los elementos que conforman el arquetipo es que se
trata de alguien poco convencional o que usa métodos poco
convencionales, con lo cual siempre vehicula una crítica al sistema
educativo. El buen profesor es solitario, no suele tener pareja ni
hijos propios, vive en un hotel precario o en un pequeño apartamento
con pocas posesiones, situación que acentúa su entrega a la tarea
educativa, pero también su existencia un poco marginal, o quizá una
dimensión austera y espiritual de su personalidad. Siempre choca con
la oposición inicial del sistema educativo pero sobre todo de los
alumnos, oposición que constituye su propia “tarea del héroe”.
En el caso de Profesor Lazhar
es porque viene a sustitutir a una profesora que se ha suicidado en
la propia aula, lo que convierte su tarea en casi imposible y, por supuesto, ser un inmigrante argelino en Canadá no lo hace más fácil. Pero el buen profesor no es
un héroe en el sentido herculeano aunque el relato pueda derivar
hacia ese arquetipo quizá en los ejemplos más extremos como el Jean
Itard de El pequeño salvaje
que, cuando se enfrentó (porque no se puede usar otro verbo) al caso
del niño salvaje del Aveyron era médico, no el pedagogo en que
luego se convirtió. O la Ana Sullivan de El milagro...
En ambos casos se enfrentan solos a una tarea desesperada que además
tiene características monstruosas. En un sentido mítico ambos
tienen que ir en busca del ser humano que se esconde tras la
apariencia monstruosa de sus “pacientes”, tienen que derrotar al
monstruo y salvar a la persona. Aunque ningún pedagogo definiría
así su trabajo, creo que es así como míticamente se plantea en
esas historias. Pero decía que sólo en esos casos extremos deriva
el relato pedagógico hacia la tarea del héroe porque el buen
profesor, aunque como persona suele ser descrito como un solitario,
como educador pertenece a una hermandad que tiene una misión.
Tampoco es un mentor,
otra figura arquetípica, porque el mentor tiene un interés más
personal, su misión es instruir a su “telémaco” en un oficio o
para una tarea específica, quiere que se convierta en un tipo
determinado de persona. El buen profesor, sin embargo, sólo aspira
a que el otro se convierta en una persona y su tarea tiene así una
dimensión espiritual; laica y humilde, pero espiritual. Por eso su
forma de vida es austera, casi monacal; sus circunstancias personales
insignificantes, como si hubiese renunciado a tener una vida
propia; su carácter, inasequible al desaliento y al rechazo, se
caracteriza por la perseverancia...y es en esas características tan
idealizadas donde se origina la
insatisfacción que producen a veces las películas del buen
profesor, porque nos resulta difícil reconocer a
los profesores reales que tuvimos o tenemos. Y, sin embargo,
curiosamente casi todo el mundo recuerda a un buen profesor que,
casi, casi, responde al mito.
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