jueves, 23 de agosto de 2012

Once

Vuelvo a escuchar Once, el disco de Markéta Irglová y Glen Hansard que me ha acompañado durante mucho tiempo y vuelvo a preguntarme como otras veces si me gustaría tanto si no lo hubiese escuchado por primera vez viendo la película, en la que ves nacer esas canciones y asistes a las dudas, la mezcla de intuición y toma de decisiones que implica crear algo. Y creo que me gustaría si lo hubiese escuchado sólo como un audio, pero que no me diría tantas cosas. Cuando ví la película, hace unos seis años, leí algo sobre ellos que me hizo pensar que era casi autobiográfica: la historia de un músico callejero que conoce a una chica también música, cómo se hacen amigos y colaboran para sacar un disco con muy pocos medios. Aunque se presentaba como obra de ficción, irradiaba una sensación de realidad, de autenticidad. La película, a pesar de sus aparentes modestas pretensiones, tuvo un éxito rotundo y ganó, entre otros, dos importantes premios: Sundance 2007 y Oscar mejor canción 2007. Por lo visto fue durante la gira de promoción de la película que empezó una historia de amor entre Markéta y Glen, una historia que en la película sólo quedaba insinuada pero se intuía inevitable. La fama que les dieron esos premios tuvo como consecuencia que empezasen a salir de gira casi continuamente. En realidad ya funcionaban antes como grupo, “The swell season”. Y éste es el título del documental que se estrena ahora sobre sus giras, sobre la relación entre ellos, cómo les afecta la fama y cómo termina la relación amorosa para volver a ser de amistad y compromiso musical. En el documental desvelan algunas cosas sobre su vida “auténtica” aunque, desgraciadamente, parecen más interesados en hablar del Oscar y de lo pesado que es ser famoso que de su proceso creativo y esa pretensión de autenticidad plantea algunas preguntas. Cuando ellos “discuten”, normalmente porque Markéta no soporta a los fans o porque no acepta la pérdida de autenticidad que implica la fama (aunque en el momento de decirlo está haciendo una película que la hará aún más famosa) lo hacen delante de la cámara (es decir, delante de un equipo completo de técnicos) por lo que es imposible que sea una “auténtica” discusión aunque es posible que sea la recreación de alguna de las discusiones que han tenido, es decir, es una ficción construida sobre una realidad íntima que no conoceremos pero de la que se nos intenta dar la impresión que la estamos conociendo. Como ocurre en cualquier narración, todo depende de los momentos o de las acciones que se eligen contar y el orden y la forma en que se cuentan, lo que hace que el documental, aunque no sea ficción, tenga poco de real. La extraña impresión que me deja The Swell Season es que el documental que se suponía revelador “vela” más que la historia ficticia, que quizá no lo era tanto. Esto no es una crítica aunque lo parezca, es sólo una reflexión acerca de la imposibilidad del relato auténtico o, mejor dicho, acerca de lo problemático de las nociones de autenticidad o realidad aplicadas a la vida humana.

lunes, 16 de julio de 2012

El buen profesor

Fue un momento curioso elegir las películas que formarán el programa de un cinefórum que se pondrá en marcha el curso que viene sobre cine y educación. Cada profesor llevó sus propuestas y lo primero que me sorprendió fue que había un número elevado de coincidencias. Aunque todas eran pertinentes algunas tenían con la educación una relación sólo indirecta porque su tema central era la infancia, la exclusión social, etc. pero me fijé especialmente en las que recogían la figura del educador. Eran las siguientes: La clase, Hoy empieza todo, Ni uno menos, Profesor Lazhar, La Ola, El pequeño salvaje, El milagro de Anna Sullivan, Ser y tener, Precious, Los chicos del coro...
Otra cosa que me llamó la atención fue la ausencia clamorosa en todas las listas -incluida la mía- de El club de los poetas muertos, película con mucho éxito de público en su día pero que nunca fue bien aceptada ni por los críticos ni por los educadores, que la consideraban tramposa, sentimentaloide y previsible. Y, por razones obvias, nadie pensó en una película que me pareció divertida, aunque todo el mundo la considera una tontería: Escuela de Rock, revisión gamberra de El club de los poetas... en la que un impresentable rockero expulsado de su banda suplanta la identidad del profesor de música de un colegio elitista. Afortunadamente parece que el cine posterior entrega versiones del trabajo educativo más realistas e interesantes, con la excepción de Los chicos del coro, que supongo que se coló en las listas más por ser una película reciente que por sus valores cinematográficos o pedagógicos y que en todo caso para mi gusto queda muy por debajo de El club.... Y, por supuesto, a nadie se le ocurrió incluir los subproductos del cine americano más comercial que, siempre dispuesto a manosear los arquetipos hasta convertirlos en caricaturas, explotó hace años la figura del buen profesor en versión neofascista en películas horrendas en las que el supuesto educador era un o una (Michelle Pfeiffer, sin ir más lejos) ex-marine que tiene que ganarse a una clase de chavales “marginales” y que sólo consigue su respeto una vez les ha demostrado -de forma práctica, por supuesto- sus conocimientos de artes marciales (por lo visto, la única cosa que respetan los chavales marginales). Ahora bien, las que sí aparecen en las listas son más realistas pero sólo en la forma en que un relato puede serlo, porque todo relato está al servicio de uno o varios arquetipos. El “buen profesor” me parece una variante del intruso benefactor ya que en varias de las películas que he comentado, se trata de alguien que viene de fuera y que al principio es mal recibido. Otro de los elementos que conforman el arquetipo es que se trata de alguien poco convencional o que usa métodos poco convencionales, con lo cual siempre vehicula una crítica al sistema educativo. El buen profesor es solitario, no suele tener pareja ni hijos propios, vive en un hotel precario o en un pequeño apartamento con pocas posesiones, situación que acentúa su entrega a la tarea educativa, pero también su existencia un poco marginal, o quizá una dimensión austera y espiritual de su personalidad. Siempre choca con la oposición inicial del sistema educativo pero sobre todo de los alumnos, oposición que constituye su propia “tarea del héroe”. En el caso de Profesor Lazhar es porque viene a sustitutir a una profesora que se ha suicidado en la propia aula, lo que convierte su tarea en casi imposible y, por supuesto, ser un inmigrante argelino en Canadá no lo hace más fácil. Pero el buen profesor no es un héroe en el sentido herculeano aunque el relato pueda derivar hacia ese arquetipo quizá en los ejemplos más extremos como el Jean Itard de El pequeño salvaje que, cuando se enfrentó (porque no se puede usar otro verbo) al caso del niño salvaje del Aveyron era médico, no el pedagogo en que luego se convirtió. O la Ana Sullivan de El milagro... En ambos casos se enfrentan solos a una tarea desesperada que además tiene características monstruosas. En un sentido mítico ambos tienen que ir en busca del ser humano que se esconde tras la apariencia monstruosa de sus “pacientes”, tienen que derrotar al monstruo y salvar a la persona. Aunque ningún pedagogo definiría así su trabajo, creo que es así como míticamente se plantea en esas historias. Pero decía que sólo en esos casos extremos deriva el relato pedagógico hacia la tarea del héroe porque el buen profesor, aunque como persona suele ser descrito como un solitario, como educador pertenece a una hermandad que tiene una misión. Tampoco es un mentor, otra figura arquetípica, porque el mentor tiene un interés más personal, su misión es instruir a su “telémaco” en un oficio o para una tarea específica, quiere que se convierta en un tipo determinado de persona. El buen profesor, sin embargo, sólo aspira a que el otro se convierta en una persona y su tarea tiene así una dimensión espiritual; laica y humilde, pero espiritual. Por eso su forma de vida es austera, casi monacal; sus circunstancias personales insignificantes, como si hubiese renunciado a tener una vida propia; su carácter, inasequible al desaliento y al rechazo, se caracteriza por la perseverancia...y es en esas características tan idealizadas donde se origina la insatisfacción que producen a veces las películas del buen profesor, porque nos resulta difícil reconocer a los profesores reales que tuvimos o tenemos. Y, sin embargo, curiosamente casi todo el mundo recuerda a un buen profesor que, casi, casi, responde al mito.


martes, 12 de junio de 2012

Escrito desde Winterfell

Completamente abducido por el universo de Juego de Tronos, la estupenda saga épica de George R.R. Martin, no quiero que preguntarme por su valor literario me estropee el inmenso placer de leer seguidos los -de momento- cinco tomos, sobre todo cuando la duda sobre ese valor viene sólo de un dato estadístico: los lee mucha gente, lo cual no es nada más que una buena noticia. Prefiero hacerme otras preguntas. Por ejemplo ¿hay un placer especial en leer una larguísima novela o una saga? ¿Qué nos mantiene enganchados a una lectura tan larga? La respuesta no me parece difícil y no es teórica, es lo que estoy experimentando ahora mismo: una larga historia bien desarrollada y ambientada se compone de muchos personajes que se desarrollan en el tiempo y en el espacio de un universo ficticio pero verosímil y que, a base del contacto imaginario continuo terminan por tener una realidad en nuestra cabeza que no puede tener la ficción de un cuento o de una novela corta o mediana. Uno se habitúa a vivir en ese universo paralelo, conoce sus objetos, sus muebles, sus horas de comida y sueño, sus sabores... conoce a esos personajes de ficción mejor que a muchas personas reales porque tenemos acceso a sus pensamientos, intenciones, sus pequeños heroísmos y sus pequeñas miserias. Llega a ser tan real que ahora mismo, enfrascado en la lectura, me parece imposible que ese universo pueda extinguirse, que se acabará cuando llegue a la última línea del último tomo y que poco a poco en los meses siguientes irá desapareciendo de mi mente la ilusión de realidad que ahora tiene. Una ilusión consciente, claro, todavía no me he vuelto completamente loco y sé que mi casa es mi casa, no los agrestes muros de Winterfell. Pero es una ilusión, un engaño, gozosamente aceptado. No podría disfrutar de la lectura, perderme en ella, si no le diese esa ilusión de realidad. Como los sueños, que dejan de serlo en el momento en que uno se da cuenta de que está soñando. La imaginación no funciona completamente si uno no suspende su incredulidad parte del tiempo, si el mundo imaginado no llega a experimentarse como si fuese real. Y un mundo tan complejo y extensamente desarrollado -puede que la obra completa supere las cuatro mil páginas- y tan físico permite una experiencia completa de inmersión en un mundo paralelo que no tiene precio. Pero ¿por qué es tan valiosa? Una de las grandes preguntas de la narratología es: ¿es puro placer o es algo más? Es decir, si esa experiencia de inmersión en los mundos de ficción a la que somos tan adictos es universal y ha existido siempre ¿no es lógico pensar que cumple una función tan importante como el impulso sexual o el de buscar comida? Muchas respuesta se están dando a esa pregunta pero, si respondo directamente desde mis aventuras en el mundo de los Siete Reinos, diría que multiplica enormemente mis posibilidades de aprendizaje sobre mí mismo y sobre el mundo al situarme ante experiencias que no he vivido ni probablemente viviré tal como ahí se describen pero que me enseñan mucho sobre las que terminaré viviendo. En algún rincón de mi mente, mientras leo y me identifico sucesivamente con uno u otro -u otra- personaje y reconozco situaciones por las que he pasado o temo tener que pasar, una parte de mí no deja de preguntarse: en ese mundo ¿sería héroe o villano? ¿defendería mi honor (o mis principios) hasta la muerte o elegiría sobrevivir? ¿sería cobarde o al menos un poco valiente, leal a mis amigos o pronto a traicionarlos? ¿de enamoramiento fácil u obtusamente aferrado a la memoria del amor perdido? ¿desafiaría las reglas o me sometería a ellas? O esta pregunta tan curiosa ¿en ese mundo de fantasía yo sería de los que se enfrentan siempre a la realidad o más bien de los que se refugian en la fantasía?

viernes, 11 de mayo de 2012

Tiempos borrascosos

Cumbres borrascosas parecía una opción apropiada para la última visita a los agonizantes cines Renoir. En estos tiempos borrascosos que vivimos dan ganas de grabarse en la piel el lema de la casa Stark, los orgullosos señores del Norte en la estupenda saga Juego de Tronos: “Winter is coming”, el invierno se acerca. A las puertas del verano un oscuro invierno parece estar adueñándose de nosotros y, como en los Siete Reinos, los peores augurios dicen que puede que el invierno dure una década. Ese mismo espíritu invernal parece invadir esta versión hiperrealista de Cumbres Borrascosas que, a su vez, fue una versión gótica de Romeo y Julieta. La fuerza y la debilidad del amor contra las barreras sociales. Siempre he pensado que el amor es el tema romántico por excelencia no por su dimensión sentimental sino por su dimensión heroica: si la muerte es la victoria del tiempo, que todo lo arrasa, el amor es nuestra victoria contra el tiempo. No es esa victoria la realidad del amor cotidiano, marcado por la homogamia, la unión entre iguales, pero es como nos gusta imaginarlo; buscamos pareja entre quienes son como nosotros pero nos gusta creer que amaríamos igual la diferencia, que nuestro amor saltaría las barreras; nos gusta creer que el Amor es ciego, como la Justicia. Y ahora que sabemos que la Justicia no lo es necesitamos más que nunca creer que el amor sí, que podemos elegir a quien queramos y que esa elección resistirá todas las pruebas. Creo que todo esto está estupendamente recogido en la agreste versión de Andrea Arnold: un escenario continuamente barrido por el viento, emociones a flor de piel que sobreviven a la intemperie, barreras visibles e invisibles que no pueden contener un amor ciego, sin futuro pero sin concesiones, que va más allá de la muerte. Ver esta película es como revolcarse desnudo en la nieve: vigorizante si no te deja tieso.

miércoles, 11 de abril de 2012

"Intocable", un Sancho de "banlieu"

Tuve un profesor de filosofía que decía que la primera vez que lees El Quijote te ríes, la segunda vez lloras y la tercera piensas. Cuando vi “Intocable” me reí bastante, no lloré nada aunque sí me emocioné en alguna escena y no me puse a pensar hasta unos días después; a pensar, precisamente, en que acababa de ver una extraña revisión de El Quijote o, mejor dicho, del arquetipo que representa. Aunque a veces es difícil distinguir un arquetipo de un recurso narrativo. Muchas películas y novelas utilizan el truco narrativo de la pareja de amigos de personalidades contrapuestas que se embarcan en una aventura, una misión o un viaje. Son las “buddy movies” o pelis de colegas, como “Arma Letal” (la fórmula funcionó tan bien que hicieron cuatro) o, en una rara versión femenina, “Thelma y Louise” que además era una “road movie”. También Cervantes conocía esos trucos narrativos -El Quijote tiene la estructura de una “road movie” si cambianos la ruta 66 por los polvorientos caminos de la Mancha- pero además desarrolla arquetipos precedentes y crea uno nuevo, aunque de esto último no estoy seguro; no sé si la pareja arquetípica que representan Don Quijote y Sancho existió antes, lo que sí es seguro es que Cervantes la eleva a arquetipo universal, por lo que después se ha repetido muchas veces y creo que la última es la que encarnan Philippe y Driss. Philippe, como Don Quijote, representa el mundo mental (tanto que su cuerpo es inerte) asociado además a una clase social (que se cree) superior y a un idelismo que, desde el punto de vista de Driss, roza lo patológico: Philippe vive en un mundo de lecturas trasnochadas, utiliza un lenguaje hiperculto, colecciona arte vanguardista y mantiene una correspondencia romántico-platónica con una mujer a la que no ha visto ni en fotos (o sea, tiene su Dulcinea). Por su parte Driss representa lo físico, de hecho su tarea es ocuparse del cuerpo inerte de Philippe (también Sancho tiene que ocuparse del cuerpo malherido de Don Quijote), fisicidad que afirma rotundamente en su divertido baile con la música de Earth Wind and Fire; procede de un mundo marginal, su lenguaje es vulgar e irrespetuoso, sus intereses prácticos e inmediatos y su acercamiento a las mujeres nada idelista; en suma, es un moderno Sancho. Cervantes partió de dos arquetipos muy antiguos: el loco-cuerdo, es decir, el excéntrico que termina reveládose más cuerdo que muchos y el arquetipo del tonto-listo, el considerado inferior que termina demostrando más sentido común que los que lo despreciaban. Pero su genialidad fue que, partiendo del recurso narrativo de los caracteres contrapuestos -que por sí solo puede dar lugar a multitud de situaciones graciosas- desarrolló una historia de desvelamiento a través de la amistad, es decir, de una forma de amor, que permite a los personajes mostrar que son más de lo que parecen. La diferencia que los separa y que es el motivo originario de su colaboración (en ambos casos uno “contrata” al otro) se va diluyendo a través del diálogo que se establece en su aventura compartida y cada uno llega a descubrir al otro al que no podía ver porque sus prejuicios se lo impedían. No estamos ante una nueva versión de Perfume de mujer como se ha dicho, porque en esa historia predomina la relación mentor-discípulo. Don quijote no es el mentor de Sancho aunque al principio lo pretenda, ni Philippe lo es de Driss. Aunque parezca raro juegan de igual a igual y es la amistad la que los hace reconocerse por encima de sus diferencias y en ese reconocimiento los dos se hacen mejores. 
Otra cuestión es: ¿cómo una historia que se supone real encaja tan bien en un arquetipo? Hay dos explicaciones posibles. Puede ser que la historia real tenga muy poco que ver con el producto final (por ejemplo, que las personalidades de ellos dos no sean contrapuestas o no reflejen esa dicotomía) y que se haya modificado totalmente para que encaje en un arquetipo reconocible (inconscientemente) por el público; en ese caso da totalmente igual si la historia es real o no. O puede que los personas reales que protagonizaron la historia sí se parezcan a los personajes y que el arquetipo sea la forma de fijar una experiencia común pero muy significativa, a la manera como el arquetipo de Romeo y Julieta “fija” en el imaginario colectivo las dificultades reales de muchas parejas para mantenerse unidos ante la oposición de sus familias.


miércoles, 4 de abril de 2012

Lo extraño de estar vivo

Los agradecimientos que los autores escriben en sus obras -Borges, que daba las gracias a Homero o a Melville es un caso aparte- interesan bien poco porque los lectores no podemos saber en qué medida esas personas han contribuido realmente a la obra final. Por eso me llamó la atención el agradecimiento de Paul Auster al final de “Sunset Park”: “Siri Hustvedt, for the strangeness of being alive”. Siri es su esposa, una estupenda novelista de quien sólo he leído What I Loved (Todo cuanto amé) y de quien se publica ahora en español El verano sin hombres. Parece ser que fue ella quien dijo o sugirió la frase “la extrañeza de estar vivo” que Auster utiliza en un hermoso párrafo hablando de Ellen, una joven dibujante que ha okupado junto con unos amigos una casa abandonada: los bocetos son bastos y frecuentemente inacabados. Quiere que sus cuerpos humanos transmitan la milagrosa extrañeza de estar vivo. Nada más y nada menos que eso. No le preocupa la idea de la belleza. La belleza puede cuidarse sola. Todo en la escena, la descripción de los bocetos y lo que piensa Ellen del cuerpo, es muy intenso pero llega al clímax en ese párrafo del que me encanta la frase final: beauty can take care of itself, la belleza puede cuidarse sola, desgraciadamente estropeada en la traducción al castellano. Es decir, basta de tanta atención a la belleza, que no la necesita pues puede cuidarse sola, fijémonos en los cuerpos simplemente vivos porque lo milagrosamente extraño es estar vivo. Lo que no sabemos es si Auster y Siri Hustvedt sabían que Carmen Martín Gaite publicó creo que en el 96 una estupenda novela que lleva por título “Lo raro es vivir” en la que la protagonista dice: Desde que el mundo es mundo, vivir y morir vienen siendo la cara y la cruz de la misma moneda echada al aire, pero si sale cara es todavía más absurdo. Para mí, si quieren que les diga la verdad, lo raro es vivir." que en su traducción al inglés se dice exactamente igual: the strangeness of being alive, casi la misma idea expresada, eso sí, por la española con un punto creo que más fatalista. Ahora pienso que en ambas novelas la extrañeza de estar vivo es el tema de fondo pero hasta que no llegué al agradecimiento de Auster a Siri no me di cuenta. El protagonista, Miles, vive marcado por una tragedia: paseando con su hermano tuvieron una pelea y Miles empujó al otro, quien cayó a la carretera y fue arrollado por un coche. La culpa de esa muerte absurda y de haber sobrevivido marca todas las decisiones posteriores de Miles y la fatalidad de su destino parece responder a lo que expresaba C. Martín Gaite: “la cara y la cruz de la misma moneda echada al aire”; “¿por qué murió él y no yo?” se pregunta Miles y, quizá, aunque esto no lo escribe Auster, podemos suponer que también Bobby -cualquier Bobby a quien le llega la hora- en el momento de morir pudo pensar “¿por qué yo y no él?”. Estos pensamientos tan trágicos quedan rescatados por los inocentes bocetos de Ellen quien por su lado quiere nada más celebrar la milagrosa extrañeza de estar vivo -nada menos-. Novelas como esta muestran por qué necesitamos la literatura -cualquier forma de literatura-: porque sólo en ella vemos reflejadas las cosas irreconciliables que estar vivos nos sugiere: que todos los vivos somos supervivientes de los muertos y que eso tan trágico y tan milagrosamente extraño es también lo más digno de celebrarse.


viernes, 23 de marzo de 2012

¿Es la primavera un tono narrativo?

Dan P. McAdams, en su a ratos interesante libro “Personal Myths and the Making of the Self” relaciona en una curiosa pirueta mental las cuatro grandes formas narrativas: comedia, épica, tragedia e ironía con las estaciones del año y con los estados de ánimo predominantes en la personalidad. Así, la comedia se identifica con la primavera, se caracteriza por un tono narrativo ligero y extravertido y por una narrativa personal que se puede resumir en “podemos realizar nuestros deseos sin obstáculos” y un final siempre feliz. La épica se identifica con el verano, el tono narrativo es intenso y dirigido a la acción, a la aventura y al logro de metas y la narrativa personal que lo define es “podemos realizar nuestros deseos si estamos dispuestos a luchar por ellos y vencer los obstáculos que se interponen en nuestro camino” y el final suele ser feliz tras dejar pérdidas por el camino. La tragedia se identifica con el otoño (“fall” o “caída”) el tono narrativo es introvertido, triste y doloroso y la narrativa personal que lo define es “sean cuales sean tus cualidades o precisamente por ellas no realizarás tus deseos porque los obstáculos son demasiado grandes o porque serás rechazado o traicionado” y el final siempre es triste. Por último, la ironía se identifica con el invierno, el tono narrativo es de distanciamiento y un cierto cinismo y la narrativa personal es “somos arrojados llenos de deseos a un mundo lleno de obstáculos, en el que sólo nos queda mantenernos a flote” y el final siempre es abierto. Cada uno experimenta su vida desde estos tonos narrativos que se superponen y alternan continuamente hasta que uno o dos de ellos van imponiéndose a los demás hasta formar parte de la identidad. Aunque no creo que definir a una persona por su tono narrativo sea tan simple como definir una película (género: comedia, edad: + 18, calificación: ***) la idea me parece interesante y creo que en su simplicidad y con perdón de esa complejísima ciencia que es la Psicología de la Personalidad, tiene algo de cierto.