...sin embargo sí es un héroe romántico el Marcel Marx de la deliciosa “Le Havre”, la última de Aki Kaurismäki, porque nadie le encarga la misión de ayudar al chico que vive su particular odisea (porque, en una bella muestra de cómo se cruzan las narrativas, Idrissa es un héroe “odiseico” -perdón por el palabro inventado- que surca un Mediterráneo plagado de peligros y monstruos en el que los nuevos polifemos son los agentes de inmigración y en ese periplo el personaje de Marcel es un benefactor clave y nos quedamos esperando que no sea el único que encuentra). Pero la narrativa central de “Le Havre” no es la de Idrissa sino la de Marcel quien, como Espartaco, asume su misión liberadora simplemente porque está ahí, porque no puede hacer otra cosa que ser fiel a sí mismo, a un sentido de la ética que le convierte en un “outsider” en una cultura regida por criterios de competitividad y exclusión pero que hace de él un ser amado y respetado en una microcultura de amigos y vecinos que sobreviven en la periferia a base de solidaridad. En esa misión estoicamente asumida recibe la ayuda de unos secundarios impagables a los que la amable mirada de Kaurismäki dota de un toque angélico sin que dejen ser desconcertantemente reales. Recibirá incluso la ayuda de un brujo -elemento clave en cualquier cuento que se precie- encarnado por el comisario Monet vestido de negro de pies a cabeza y con un sombrero que evidiaría el mismo Merlín y dotado del poder mágico de ver el futuro (porque tiene acceso a información reservada) y de alejar a la policía con un chasquido de dedos volviendo así invisible a Idrissa. Como en cualquier cuento de hadas, la moraleja no puede ser más reconfortante y necesaria: existen los milagros, sí, pero el mayor milagro es que hay almas puras disfrazadas de limpiabotas.
sábado, 7 de enero de 2012
domingo, 1 de enero de 2012
"El topo" o la tarea del héroe
Las historias de espías suelen seguir un relato de un tipo heroico especial: la tarea del héroe, esquema que también siguen otros relatos de género, como las historias de detectives. La narrativa básica consiste en un conflicto comunitario -una sociedad sufre algún tipo de amenaza- a la que el rey -presidente, jefe, etc.- no se puede enfrentar por los medios habituales; entonces convoca al héroe y le encarga la misión, la tarea del héroe; cuando el relato busca cierta complejidad psicológica el héroe al principio es reacio por algún motivo: ha sido expulsado o ignorado anteriormente, está retirado o, como viene siendo frecuente en el cine americano de los últimos años, es un policía en su último día de trabajo, recurso facilón y cansino que cumple a duras penas su función narrativa. En el caso de Smiley, ha sido despedido del exclusivo “Circus” a causa de una misión fallida. La renuencia del héroe añade tensión dramática de modo muy efectivo pero él termina por aceptar la misión y esa aceptación a regañadientes nos muestra una dimensión ética o psicológica que no podríamos ver de otra forma: su lealtad está por encima de la mezquindad de sus jefes o su compromiso con la tarea es más fuerte que sus motivos para rechazarla o es el único que puede llevarla a cabo. El héroe arquetípico de este relato es Hércules y los motivos para ser reacio son complejos: mató a sus hijos en un arrebato de locura instigado por una diosa y luego vagó como alma en pena buscando una expiación, así que para él la tarea heroica es la que le restituye la cordura y el prestigio. Hay héroes no reacios, como 007, que cada vez acepta salvar el mundo con un espíritu que se diría deportivo y que sólo es reacio a la jerarquía y a los procedimientos establecidos. Es por eso, como héroe herculeano, poco interesante aunque cada entrega de su interminable saga siga fielmente la estructura narrativa de la tarea del héroe. La supervivencia de una saga de este tipo -hay más de 20 películas de James Bond- para algunos será una muestra de la estupidez humana, para mí es una muestra del poder de las historias: cuando una narrativa es esencial nos volvemos adictos a ella. Necesitamos la historia del trabajo del héroe y por ello dejaremos que nos la cuenten una y otra vez. Por otro lado, para que la saga perviva debe hacerse más interesante y eso significa siempre hacer más complejos los motivos por los que el héroe acepta su misión. “Quantum of Solace”, la última entrega con el estupendo Daniel Craig de protagonista, parece que busca esa línea al presentar un héroe marcado por la muerte de su amada -que le había traicionado- y que acepta su nueva misión como forma de venganza y reparación.
Es curioso que en el relato arquetípico de Hércules son doce los trabajos a realizar y uno de ellos es un trabajo de limpieza: las cuadras del rey Augías, que tenía tantos caballos que sus excrementos acumulados amenazaban la salud del reino. Hércules lo resolvió desviando un río, algo así como limpiar la caca del perro con una manguera, pero de dimensiones homéricas. No muy diferente es lo que le encargan a Smiley: una limpieza del Circus -la máxima agencia del espionaje británico- deteriorada por filtraciones y fracasos y en la que se sospecha que uno de los jefes es un topo. Y Smiley, que parece un antihéroe: silencioso, gris, formal, reiteradamente engañado y abandonado por su mujer (todo lo cual significa poco viril de modo simbólico), demuestra ser un hércules del análisis y la estrategia y acomete tan a fondo su tarea de limpieza de los establos de la inteligencia británica que se lleva por delante hasta los caballos. Sabiendo que lo interpretaba Gary Oldman era de temer un recital de muecas; muy al contrario, su interpretación es sencillamente genial, dibuja a la perfección todos los ángulos de un Smiley lleno de matices.
Pero el héroe herculeano siempre es poco romántico porque, a fin de cuentas, es un servidor del poder aunque sea a pesar suyo: su misión le viene dada. No es un Espartaco ni un Ulises, modelos de héroe mucho más románticos. Las narrativas del trabajo del héroe nos inspiran -por eso están ahí- para acometer tareas ingratas pero ineludibles que no fueron diseñadas ni elegidas por nosotros pero que nadie más puede hacer. Es héroe herculeano el cirujano que entra a operar in extremis o el barrendero que se enfrenta a las calles tras la noche de Fin de Año. A todos se nos exige ser Hércules en algún momento, todos tenemos algún establo que limpiar, alguna tarea ingrata e imposible que quizá nos redima.
sábado, 31 de diciembre de 2011
Un deseo
...que durante este año sigamos oyendo, leyendo, viendo como si fuesen nuevas, las historias mil veces narradas porque, mientras nos parezcan nuevas, estaremos vivos.
viernes, 23 de diciembre de 2011
Un método peligroso
Con Cronenberg nunca se sabe, así que aunque en principio uno diría que el “dangerous” del título se refiere al método psicoanalítico, no descartaría que pueda referirse a algo más profundo y general de las relaciones humanas. El problema de esta película para mi gusto es que no se decide entre ser una crónica de los inicios del psicoanálisis -un tema fascinante y tan literario como cinematográfico- o la historia de un triángulo amoroso entre tres seres no menos fascinantes. Diría que Cronenberg, encontrándose con un material tan potente entre las manos, no ha querido renunciar a ninguna de las dos posibilidades y con eso ha debilitado ambas. Dicho esto, yo me quedo con el triángulo, que me parece mucho mejor tratado que lo otro. Por cierto, es curioso que la historia de Jung y Sabina Spielrein ya se llevó al cine en una película de Roberto Faenza llamada Prendimi l'anima; y aún más curioso que Sabina, con una vida mucho más interesante que la del aburrido Jung, no haya merecido una película para ella sola y las dos veces que ha aparecido en el cine haya sido como amante del pulcro psicoanalista suizo. Y me interesa más la narrativa del triángulo que la del origen del psicoanálisis porque esta última solo puede ser épica: Freud y Jung, intrépidos exploradores que se aventuran en el territorio no cartografiado del inconsciente. Algún apunte de esa épica hay: en las escenas del viaje a USA en el que Freud, al llegar a puerto, dice su famosa frase: “no saben que les traemos la peste”. Sin embargo, los triángulos no son épicos porque, como siempre termina sobrando alguien, difícilmente pueden eludir la traición o la mezquindad. En realidad hay dos triángulos: el que forman Jung, su mujer Emma y Sabina y el formado por Sabina, Freud y Jung. En el primero sobra Sabina porque la vida que han construido Jung y Emma es demasiado perfecta, demasiado suiza...y Emma demasiado rica. Seguramente Jung tenía cierta vocación por los amores triangulares ya que después de Sabina su gran amor fue Toni Wolff, perfecto reemplazo, otra joven psicoanalista que terminó por ser aceptada por Emma como segunda mujer oficiosa de Jung. Sabina sale de ese triángulo porque es demasiado inteligente para quedarse en él, pero entonces se constituye otro entre ella, Freud y Jung, de carácter intelectual pero no menos pasional. Es conocido que, mucho antes de la ruptura entre los dos hombres, respondiendo a la confesión de Jung de la devoción que le inspiraba Freud, este le dijo “soy inadecuado como objeto de culto”, lo que es una forma curiosa de ser modesto. La actitud de Jung me recuerda a la de Yuri Zhivago abandonando a Lara por su mujer legítima, otra estupenda historia triangular. Y a tantas otras. La historia del amor triangular enlaza narrativamente con la del intruso porque suele basarse en una pareja establecida que afronta la aparición de alguien que pone en peligro la paz del hogar. Cuando la narración toma la perspectiva de la parte de la pareja que quiere permanecer -Emma Jung- entonces la historia toma la forma del intruso destructor. Cuando la perspectiva es la de la parte de la pareja que se enamora, la narración adopta una perspectiva aventurera: elegir entre lo conocido o el riesgo de lo desconocido, la transgresión; sería la perspectiva de Jung que aquí cuenta con muchos puntos de morbo añadido: que Sabina fuese su paciente y que le llevase al territorio del sadomasoquismo, algo que está documentado por la correspondencia entre ellos. Sin embargo es cuando la narrativa adopta la perspectiva del intruso que se vuelve más interesante: Sabina sabe qué le falta a Jung en su matrimonio (por intuición, pero también porque ¡le ha hecho un test de asociación de palabras!) y sabe que puede dárselo y que él irá a buscarlo en ella pero eso implica también ser consciente de todo lo que no puede darle. Por un lado me inclino a creer que las historias triangulares son universales porque triangular es una de nuestras formas primarias de relacionarnos (y de manipular); por otro me inclino a pensar que no es hasta la aparición de las culturas monógamas, relativamente recientes, que la historia del amor triangular se convierte en un arquetipo (aunque el triángulo se diría que es la negación de la monogamia, la mayoría de las historias triangulares parecen pensadas para confirmarla).
viernes, 25 de noviembre de 2011
Un dios salvaje, en tiempo real
las situaciones teatrales que siguen el modelo encerrados-en-una-habitación son peligrosas en el cine porque siempre terminan siendo acusadas precisamente de eso, de ser demasiado teatrales. Me vienen a la cabeza “El ángel exterminador” o “¿Quién teme a Virginia Wolff?”. Desde el punto de vista narrativo, creo que el problema es el tiempo. En el cine se usan fácilmente las elipsis mientras que en teatro la acción suele desarrollarse en lo que ahora llamamos “tiempo real”, una expresión que hemos acuñado precisamente por efecto del “tiempo irreal” propio de la narración cinematográfica. Ese tiempo irreal nos ha habituado a consumir muchos acontecimientos en poco tiempo. Por decirlo simplemente, en las pelis pasan muchas cosas, por eso son divertidas. Siempre me ha llamado la atención la convención según la cual consideramos las películas y las novelas más o menos intelectuales o profundas en función de la cantidad de cosas que ocurren en la pantalla. En las pelis de acción, que por eso se llaman así, ocurren muchísimas cosas mientras que en las pelis intelectuales parece que no ocurre nada; como dice W. Allen: “esas películas francesas en las que se ve crecer la hierba”. Pero puede que esa convención de lo más o menos intelectual sea más que pedantería, puede que haya un motivo. Podemos estar de acuerdo en que la calidad o la hondura intelectual de una obra está en función de lo que enriquece al lector o espectador y eso depende del mayor o menor esfuerzo que tenga que hacer, pero si el esfuerzo es demasiado se pierde el placer. Y el autor lo sabe, sabe que ciertos públicos no aguantan cierto tipo de esfuerzos y sabe que, en general, nadie aguanta demasiado esfuerzo ya que por muy intelectual que sea el público ideal al que va destinada una obra, tampoco va al cine para trabajar o para devanarse los sesos, aunque ver algunas pelis de David Lynch se parezca mucho a eso, a un trabajo. El principal esfuerzo -inconsciente- que hacemos al leer una narración es entender la trama; la trama es una secuencia de acontecimientos que describen un cambio. Sin trama y sin cambio no hay narración. En las historias “fáciles” el cambio es claro: a) el mundo está en peligro, b) el héroe recibe el encargo de salvar el mundo, c) el héroe machaca a todo bicho viviente y conoce a una chica, d) el mundo está a salvo y el héroe se queda con la chica (la recompensa). Es más difícil seguir la trama cuando parece que no pasa nada, que nada cambia, que la hierba no crece por mucho que la miremos o que en la peli “solo hablan y hablan”, cuando parece que no hay trama. Y, sin embargo, en “Un dios salvaje” pasan muchísimas cosas. Los personajes sufren cambios profundos en esos escasos 80 minutos. Cada vez que salen al descansillo de la escalera y luego vuelven a entrar en el apartamento empujados por no se sabe qué fatal inercia (¿la mano invisible del dios salvaje?) sabes que van a despojarse de una máscara, cada vez que se sirven una copa sabes que descienden un escalón hacia el infierno, que están cumpliendo una liturgia que incluye vomitar sobre libros de arte moderno o máscaras africanas, un rito pagano y posmoderno. Una anécdota trivial, la pelea entre dos niños y un rito doméstico, el café y el pastel de manzana y pera, han bastando para abrir las puertas a lo que va a ser el peor día de su vida, como ellos mismos dicen. Por eso las imágenes finales: el hámster tranquilo en el parque, los niños otra vez jugando; nada ha cambiado, fue dentro del apartamento que tuvo lugar el viaje.
martes, 22 de noviembre de 2011
El encanto de los psicópatas
Los comentarios en el blog sobre "American Psycho" me han llevado a pensar un poco más en la fascinación de la literatura y sobre todo del cine por la figura del asesino en serie, una forma extrema de psicopatía o sociopatía. El ejemplo más reciente es la serie "Dexter", de la que me confieso adicto, en la que un improbable forense especialista en el análisis de manchas de sangre en la escena del crimen es, en su tiempo libre, un asesino justiciero que "canaliza" sus tendencias psicopáticas eliminando a asesinos y personas despiadadas, siguiendo para ello un estricto código de conducta que le enseñó su padre, que era policía y supo detectar a tiempo el lado oscuro de la personalidad de su hijo. La serie, estupenda en muchos aspectos, hace trampa al jugar con una psicología imposible: Dexter, como buen psicópata, tiene dificultades para la empatía y para desarrollar sentimientos "normales" y sus diálogos interiores -la serie está narrada, cómo no, en primera persona en una variante de este estilo a la que podríamos llamar "psicológica" más que descriptiva- nos cuentan la lucha interna de Dexter por entender sus impulsos o por encontrar la forma en que estos le permitan llevar una vida normal, que a veces es solo una máscara y a veces es casi auténtica. Digo que es una psicología imposible porque precisamente lo que define a un sociópata es su incapacidad para hacerse ese tipo de preguntas; el sociópata no se tortura a sí mismo con dudas, interrogantes o búsquedas de sentido, prefiere emplear su tiempo en torturar a los otros; su vida interior es definitivamente plana, mucho más semejante a la del Patrick Bateman de "American Psycho". Y digo que la serie hace trampa porque Dexter puede ser amable, interesante y buena persona, un tipo a quien te gustaría tener por amigo...siempre que tú no seas un asesino en serie, por supuesto, porque en ese caso terminarás en su sala de despiece. Otro "serial killer" estupendo fue Hannibal Lecter, inolvidablemente interpretado por Anthony Hopkins en "El silencio de los corderos", su secuela y su precuela. Viéndolo en perspectiva, creo que la enorme originalidad de Dexter es que recoge una larga tradición narrativa en la que los malos se van haciendo progresivamente interesantes y roban el protagonismo de las historias a los buenos. En las primeras novelas policíacas el malo era una simple excusa para que el investigador de turno demostrase sus dotes deductivas. En esa larga línea el personaje de Hannibal es un punto de inflexión porque, sin ser simpático, es sin duda fascinante. Las escenas de las entrevistas en la cárcel donde está recluido en las que pide a la agente Starling, a cambio de cada pieza de información que él proporciona, una confidencia personal, como un sueño, nos fascinan por su capacidad de manipulación que hacen de él -condenado y aislado en una prisión de máxima seguridad- alguien casi omnipotente. Pero Dexter es el primer sociópata decididamente atractivo y por lo tanto, a mi jucio, el más perturbador moralmente, el que nos pone ante el misterio de su propia fascinación: ¿por qué nos interesan e incluso nos cautivan estos seres desalmados? En mi opinión, nos ofrecen la fantasía de lo que sería vivir sin reglas, pero de verdad, no como en una amable utopía hippy. Es decir, sin ninguna regla ni cortapisa. Actuar siguiendo tus impulsos primarios, tomar lo que deseas sin pedir permiso, eliminar a quien te molesta sin pensártelo dos veces. El abismo. Pero lo que hace del sociópata alguien moralmente deforme es, por supuesto, que carece de toda esa parte de nuestros impulsos primarios que no son solo egoístas: desear la felicidad y el bienestar de las personas que amamos e incluso de los desconocidos también son impulsos primarios. Es decir, no somos buenos solo por respeto a las reglas, somos buenos porque nos gusta serlo, si no fuese así poco podrían hacer las reglas para contenernos. Pero eso, nuestra bondad natural, nuestra empatía y nuestra preocupación por los demás, limitan nuestros deseos y nunca duerme del todo ese monstruito interior que se sigue preguntando "¿cómo sería vivir sin reglas, sin ninguna regla, ni siquiera las de mis propios buenos sentimientos?". Afortunadamente, series como "Dexter" nos permiten preguntárnoslo sin intentarlo en la realidad, que es para lo que sirven las historias.
Autoficción
Cris envía un enlace muy interesante a un artículo que se relaciona con bastantes de los comentarios sobre la entrada del yo (y sus aventuras): http://www.elpais.com/articulo/semana/asalta/literatura/elpepuculbab/20080913elpbabese_3/Tes
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