viernes, 25 de noviembre de 2011

Un dios salvaje, en tiempo real


las situaciones teatrales que siguen el modelo encerrados-en-una-habitación son peligrosas en el cine porque siempre terminan siendo acusadas precisamente de eso, de ser demasiado teatrales. Me vienen a la cabeza “El ángel exterminador” o “¿Quién teme a Virginia Wolff?”. Desde el punto de vista narrativo, creo que el problema es el tiempo. En el cine se usan fácilmente las elipsis mientras que en teatro la acción suele desarrollarse en lo que ahora llamamos “tiempo real”, una expresión que hemos acuñado precisamente por efecto del “tiempo irreal” propio de la narración cinematográfica. Ese tiempo irreal nos ha habituado a consumir muchos acontecimientos en poco tiempo. Por decirlo simplemente, en las pelis pasan muchas cosas, por eso son divertidas. Siempre me ha llamado la atención la convención según la cual consideramos las películas y las novelas más o menos intelectuales o profundas en función de la cantidad de cosas que ocurren en la pantalla. En las pelis de acción, que por eso se llaman así, ocurren muchísimas cosas mientras que en las pelis intelectuales parece que no ocurre nada; como dice W. Allen: “esas películas francesas en las que se ve crecer la hierba”. Pero puede que esa convención de lo más o menos intelectual sea más que pedantería, puede que haya un motivo. Podemos estar de acuerdo en que la calidad o la hondura intelectual de una obra está en función de lo que enriquece al lector o espectador y eso depende del mayor o menor esfuerzo que tenga que hacer, pero si el esfuerzo es demasiado se pierde el placer. Y el autor lo sabe, sabe que ciertos públicos no aguantan cierto tipo de esfuerzos y sabe que, en general, nadie aguanta demasiado esfuerzo ya que por muy intelectual que sea el público ideal al que va destinada una obra, tampoco va al cine para trabajar o para devanarse los sesos, aunque ver algunas pelis de David Lynch se parezca mucho a eso, a un trabajo. El principal esfuerzo -inconsciente- que hacemos al leer una narración es entender la trama; la trama es una secuencia de acontecimientos que describen un cambio. Sin trama y sin cambio no hay narración. En las historias “fáciles” el cambio es claro: a) el mundo está en peligro, b) el héroe recibe el encargo de salvar el mundo, c) el héroe machaca a todo bicho viviente y conoce a una chica, d) el mundo está a salvo y el héroe se queda con la chica (la recompensa). Es más difícil seguir la trama cuando parece que no pasa nada, que nada cambia, que la hierba no crece por mucho que la miremos o que en la peli “solo hablan y hablan”, cuando parece que no hay trama. Y, sin embargo, en “Un dios salvaje” pasan muchísimas cosas. Los personajes sufren cambios profundos en esos escasos 80 minutos. Cada vez que salen al descansillo de la escalera y luego vuelven a entrar en el apartamento empujados por no se sabe qué fatal inercia (¿la mano invisible del dios salvaje?) sabes que van a despojarse de una máscara, cada vez que se sirven una copa sabes que descienden un escalón hacia el infierno, que están cumpliendo una liturgia que incluye vomitar sobre libros de arte moderno o máscaras africanas, un rito pagano y posmoderno. Una anécdota trivial, la pelea entre dos niños y un rito doméstico, el café y el pastel de manzana y pera, han bastando para abrir las puertas a lo que va a ser el peor día de su vida, como ellos mismos dicen. Por eso las imágenes finales: el hámster tranquilo en el parque, los niños otra vez jugando; nada ha cambiado, fue dentro del apartamento que tuvo lugar el viaje.

martes, 22 de noviembre de 2011

El encanto de los psicópatas

Los comentarios en el blog sobre "American Psycho" me han llevado a pensar un poco más en la fascinación de la literatura y sobre todo del cine por la figura del asesino en serie, una forma extrema de psicopatía o sociopatía. El ejemplo más reciente es la serie "Dexter", de la que me confieso adicto, en la que un improbable forense especialista en el análisis de manchas de sangre en la escena del crimen es, en su tiempo libre, un asesino justiciero que "canaliza" sus tendencias psicopáticas eliminando a asesinos y personas despiadadas, siguiendo para ello un estricto código de conducta que le enseñó su padre, que era policía y supo detectar a tiempo el lado oscuro de la personalidad de su hijo. La serie, estupenda en muchos aspectos, hace trampa al jugar con una psicología imposible: Dexter, como buen psicópata, tiene dificultades para la empatía y para desarrollar sentimientos "normales" y sus diálogos interiores -la serie está narrada, cómo no, en primera persona en una variante de este estilo a la que podríamos llamar "psicológica" más que descriptiva- nos cuentan la lucha interna de Dexter por entender sus impulsos o por encontrar la forma en que estos le permitan llevar una vida normal, que a veces es solo una máscara y a veces es casi auténtica. Digo que es una psicología imposible porque precisamente lo que define a un sociópata es su incapacidad para hacerse ese tipo de preguntas; el sociópata no se tortura a sí mismo con dudas, interrogantes o búsquedas de sentido, prefiere emplear su tiempo en torturar a los otros; su vida interior es definitivamente plana, mucho más semejante a la del Patrick Bateman de "American Psycho". Y digo que la serie hace trampa porque Dexter puede ser amable, interesante y buena persona, un tipo a quien te gustaría tener por amigo...siempre que tú no seas un asesino en serie, por supuesto, porque en ese caso terminarás en su sala de despiece. Otro "serial killer" estupendo fue Hannibal Lecter, inolvidablemente interpretado por Anthony Hopkins en "El silencio de los corderos", su secuela y su precuela. Viéndolo en perspectiva, creo que la enorme originalidad de Dexter es que recoge una larga tradición narrativa en la que los malos se van haciendo progresivamente interesantes y roban el protagonismo de las historias a los buenos. En las primeras novelas policíacas el malo era una simple excusa para que el investigador de turno demostrase sus dotes deductivas. En esa larga línea el personaje de Hannibal es un punto de inflexión porque, sin ser simpático, es sin duda fascinante. Las escenas de las entrevistas en la cárcel donde está recluido en las que pide a la agente Starling, a cambio de cada pieza de información que él proporciona, una confidencia personal, como un sueño, nos fascinan por su capacidad de manipulación que hacen de él -condenado y aislado en una prisión de máxima seguridad- alguien casi omnipotente.  Pero Dexter es el primer sociópata decididamente atractivo y por lo tanto, a mi jucio, el más perturbador moralmente, el que nos pone ante el misterio de su propia fascinación: ¿por qué nos interesan e incluso nos cautivan estos seres desalmados? En mi opinión, nos ofrecen la fantasía de lo que sería vivir sin reglas, pero de verdad, no como en una amable utopía hippy. Es decir, sin ninguna regla ni cortapisa. Actuar siguiendo tus impulsos primarios, tomar lo que deseas sin pedir permiso, eliminar a quien te molesta sin pensártelo dos veces. El abismo. Pero lo que hace del sociópata alguien moralmente deforme es, por supuesto, que carece de toda esa parte de nuestros impulsos primarios que no son solo egoístas: desear la felicidad y el bienestar de las personas que amamos e incluso de los desconocidos también son impulsos primarios. Es decir, no somos buenos solo por respeto a las reglas, somos buenos porque nos gusta serlo, si no fuese así poco podrían hacer las reglas para contenernos. Pero eso, nuestra bondad natural, nuestra empatía y nuestra preocupación por los demás, limitan nuestros deseos y nunca duerme del todo ese monstruito interior que se sigue preguntando "¿cómo sería vivir sin reglas, sin ninguna regla, ni siquiera las de mis propios buenos sentimientos?". Afortunadamente, series como "Dexter" nos permiten preguntárnoslo sin intentarlo en la realidad, que es para lo que sirven las historias.

Autoficción

Cris envía un enlace muy interesante a un artículo que se relaciona con bastantes de los comentarios sobre la entrada del yo (y sus aventuras): http://www.elpais.com/articulo/semana/asalta/literatura/elpepuculbab/20080913elpbabese_3/Tes

miércoles, 12 de octubre de 2011

El yo y sus aventuras

Hace poco en una entrevista Javier Marías decía que hace años que solo escribe sus novelas en primera persona. Lo mismo ocurre con Paul Auster, cuyas últimas novelas son todas en primera persona, a partir de la Trilogía de Nueva York, cuyos tres estupendos relatos son en una clásica tercera persona. Lo mismo ocurre con Houellebecq, no en Las partículas elementales, pero sí en Plataforma; y en la última, El mapa y el territorio, riza el rizo porque aunque la novela está narrada en tercera persona, el autor, con su mismo nombre y señas de identidad, es un personaje más de la novela. Carezco de conocimientos literarios y de un montón de otras cosas para emprender un estudio a gran escala, pero parece evidente que hay una tendencia casi unánime al uso de la primera persona en la narrativa. Es muy raro en el XIX, siendo Moby Dick ("Call me Ishmael") una gloriosa excepción, y se normaliza en el XX en novelas extraordinarias como El Gran GatsbyEl guardián entre el centeno pero lo que me parece interesante es que no solo en el XXI sigue aumentando el porcentaje de obras escritas en primera persona, sino la idea que parece instalarse entre algunos notables escritores de que  ya es la única forma en que tiene sentido escribir una novela. También el cine, aunque en este  terreno es más discutible, parece entregarse al encanto de la voz en off del protagonista, el equivalente cinematográfico de la primera persona.  Si la importancia que yo doy a las estructuras narrativas no es exagerada, este cambio no puede ser solo una cuestión de estilo, debe de reflejar algo de mucho más alcance, es un tremor (bonita palabra que he aprendido en el telediario) que indica que hay un movimiento en las profundidades de la conciencia moderna. No creo que sea una coincidencia, como leía hace poco en un artículo, el uso de la autobiografía en terapia ni en general el auge de las biografías y las autobiografías como género literario (aquí hicimos una referencia a las de los rockeros). Ni tampoco (sigamos bajando de nivel, aunque ahora ya estamos entrando en barrena) el auge de los programas-basura de formato "confesional" ante los cuales gente buena e incluso inteligente se queda hipnotizada oyendo el relato sórdido de vidas sórdidas siempre que sea contado por ellas mismas. Hay algunas hipótesis plausibles sobre el significado de este proceso, por ejemplo: si el narrador omnisciente de la novela clásica era una especie de dios que todo lo sabía, la muerte de dios nos deja con solo el testimonio individual como referencia; o esta otra: que la democracia es el imperio de la ley...y de la subjetividad (si mi conciencia es lo único que nadie puede cuestionar, esta adquiere de pronto un valor casi absoluto). Pero son hipótesis demasiado evidentes, así que me contento con tomar nota de mi curiosidad por este tema y seguir barruntando (o "burruntando", como decía un profe cuando nos sorprendía pensando).

martes, 20 de septiembre de 2011

El árbol de la vida

en algún momento, no recuerdo en qué libro, Antonin Artaud dice: "quisiera escribir un libro que trastornara a los hombres, que los llevara adonde nunca hubieran consentido ir, que fuera como una puerta simplemente encajada en la realidad". Me parece que eso es precisamente lo que ha hecho Terrence Malick con esta película, aunque sería más apropiado decir "lo que ha intentado" porque cosas así solo pueden intentarse...aunque ¿no es por eso que llamamos "ensayo" a una obra filosófica que no aspira a ser un tratado? Quiero decir que creo que Malick ha intentado un ejercicio de ensayo filosófico en lenguaje cinematográfico y que era imposible que un ensayo así saliese bien en el sentido en que salen bien las películas redondas, las que nos cuentan una historia con la que conectamos y a la que encontramos un sentido. No, la película que ha intentado Malick contiene una historia imposible de narrar y que no puede dejarnos satisfechos. Es la historia, ya narrada otras veces, del Génesis, de cómo empezó todo y de cómo todo acabará (y de ese microgénesis que es nuestra vida: con cada cerebro que nace y se apaga, el mundo, ese mundo único que cada persona conoce, se crea y se destruye). Pero se trata de un Génesis tremendamente moderno porque no es la narración de una creación perfecta y acabada sino un cruce de reproches entre dioses (prefiero el plural, lo siento) y hombres, que tiene como epicentro el dolor por la muerte de un hijo, el dolor más insoportable, porque si el mundo tiene algo de injusto -y tiene mucho- ciertamente es porque hay padres y madres que tienen que pasar por la muerte de sus hijos. A partir de ahí surgen las preguntas -antes no, porque las familias felices se parecen todas en que no se hacen preguntas-. Es el núcleo del existencialismo, la rabia de Camus ante la muerte de un niño: "ninguna eternidad de dicha puede compensar un solo instante de dolor humano". Y la rabia es tanta que nuestras preguntas llegan hasta el origen del mundo. Dice el hombre: "¿por qué envías moscas a heridas que deberías curar?" y dice el dios: "¿dónde estabas tú cuando yo creaba el mundo?". Nada en el ensayo de Malick nos da una respuesta o al menos yo no interpreto esas imágenes idílicas de un ensayo de cielo como una respuesta sino como una pregunta más puesta en imágenes, junto a los volcanes en erupción, los dinosaurios ensayando los primeros gestos de crueldad y los primeros de compasión, meteoritos cayendo, una mano feliz acariciando una cortina, niños que juegan con agua, la belleza y el horror cruzando sus caminos, la vida misma. Creo que Malick ha hecho una película imposible que no se podía hacer bien, pero que nadie seguramente podía hacer mejor que él.

sábado, 10 de septiembre de 2011

...o la piel (y otras cosas) que perdimos en el fuego

 los personajes prometeicos se mueven siempre en el límite: entre lo legal y lo ilegal, entre lo convencional y lo radical, entre lo posible y lo imposible. Tienen algo de heroico porque exploran y al explorar son como una vanguardia de lo humano, se adentran en territorios desconocidos y amplían así los límites de todos. Pero también tienen algo de locos y es ahí donde el personaje de Robert se fractura: podría haber sido héroe y se queda en psicótico porque su búsqueda ya no es de una nueva posibilidad para todos, su búsqueda ya es solo de lo (de las mujeres) que ha perdido. Freud dice que la sombra del objeto perdido cae sobre el sujeto hallado. Todo lo que hemos perdido va con nosotros como una queja y, si no conseguimos hacer nuestras las pérdidas, esa queja contra el destino destruye todo lo nuevo que encontramos. "Sé que he perdido tantas cosas que no podría contarlas y que esas perdiciones, ahora, son lo que es mío", dice Borges.
La tragedia de Eva es que sobre ella han caído las pesadas sombras de todo lo que Robert amaba y la pregunta que la película deja abierta -de modo apresurado e incoherente- es si Eva manejará su propia pérdida -la de su identidad- hacia esa forma de heroísmo que es seguir cuerdo después de la tragedia o hacia la locura.

viernes, 9 de septiembre de 2011

La piel que habito

las historias relacionadas con la creación suelen transmitir la ambivalencia que sentimos hacia la figura del creador: nos fascina lo que hacen los artistas, pero no soportamos su arrogancia, esa tendencia desmedida a apropiarse -arrogarse-  cosas no materiales (porque cuando son materiales utilizamos directamente el "apropiarse") y le damos un sentido peyorativo, supongo que porque no está muy claro que el artista merezca eso que se arroga. ¿Y qué es? Yo diría que se arroga el derecho a ser diferente, a estar al margen de las convenciones sin perder status, lo cual es mucho. El acto creador extremo sería la creación o la modificación definitiva de otro ser humano y el artista, el pequeño dios que lo intente, demostrará la arrogancia suprema. Creo que el personaje que mejor representa este relato es Prometeo, quien según los relatos más antiguos creó a los hombres a partir de arcilla, pero que es más conocido por la hazaña de robar el fuego a los dioses enfrentándose así a su ira y pagando su atrevimiento con su hígado (como pagamos la mayoría de nuestros excesos). Mary Shelley llamó "el moderno Prometeo" a su Dr. Frankenstein y Almodóvar llama Robert Ledgard al suyo y llama Eva a su obra/víctima. Creo que Almodóvar y Antonio Banderas han conseguido algo notable con este moderno Frankenstein que vive en un cigarral de diseño y que encarna a la perfección toda la arrogancia pero también la rebeldía ante el triste destino humano que debe encarnar todo héroe prometeico. Una pena que un guión apresurado y para mi gusto algo chapucero -como es habitual en Almodóvar con la brillante excepción de Volver- deje al personaje demasiado desdibujado. Según yo lo entiendo, Robert era un cirujano de éxito antes de la muerte de su esposa. Es la tragedia la que hace que desarrolle su obsesión por una piel más que humana y que sienta la tentación de desafiar a los dioses, que nos han hecho al mismo tiempo tan frágiles y tan capaces de imaginarnos sin nuestras limitaciones. Pero hasta la segunda tragedia es solo una tentación, llega hasta el límite sin traspasarlo. Es la segunda tragedia la que desencadena la rebelión contra el destino y le pone en las manos el material que él al principio ve como objeto de venganza y que termina siendo instrumento de rebelión contra el tiempo y contra la injusticia que nos arrebatan todo lo que queremos. Y es una pena también que las reglas del género hagan de él un psicópata.
El otro subtema de la historia, que es la pregunta por la identidad, la lucha de Eva por seguir existiendo bajo esa piel en la que Robert proyecta sus fantasmas, es difícil hablarlo sin desvelar demasiado.