Volví a ver Más allá de la vida, la estupenda película de Clint Eastwood, en una inesperada sesión al aire libre en el Parc de la Mar. Un sitio extraño para ver una película así. Poco antes de empezar se apagan las luces de la Catedral y a partir de ese momento sus oscuros contrafuertes sobresalen tras la pantalla como una presencia familiar y amenazadora. De vez en cuando grupos de gaviotas cruzan el cielo oscuro y parecen pañuelos blancos o pequeños fantasmas voladores. Arrellanado en mi incómoda silla de plástico, rodeado de gente que habla por el móvil y de niños a los que han traído a ver una película adulta como si fuesen al parque, me sumerjo en esta película hipnótica sobre la muerte, que casi había olvidado y descubro un relato magistral. La historia es engañosamente naïf: George es un hombre solitario cargado con el peso de lo que los otros llaman un don y él llama una maldición: cogiendo las manos de las personas puede saber cosas de los seres queridos que han perdido. Su historia se entrecruza con la de Marie Lelay, una sofisticada periodista francesa superviviente de un tsunami y con la de Marcus, un niño que pasa por el duelo de la muerte de su hermano gemelo. Los relatos sobre la muerte nos fascinan porque buscamos en ellos una respuesta para algo que no la tiene. De la misma forma que los personajes de la película que piden -a veces exigen- que George (Matt Damon) les haga una "lectura", les diga algo y hacia los que es difícil no sentir simpatía. Basta con "algo", una palabras, para hacer más llevadero el vacío. Aunque a veces la película parece dirigirse peligrosamente hacia lo parapsicológico o, aun peor, hacia el melodrama sentimentaloide (Ghost) Clint Eastwood es más inteligente que eso y sabe mantenerse en el filo de una pregunta que no permite respuestas. No sabemos si George se comunica realmente con el más allá o solo con la atormentada mente de los supervivientes, no sabemos si Marie y Marcus tienen un contacto con "el otro lado" o solo lo tienen con su pena; porque la película en realidad va de eso, de la culpa del que sobrevive, del peso terrible de haberse salvado por los pelos, de haber sido elegidos para vivir (al menos un poco más) cuando otros han sido elegidos para morir, va de lo que no tuvimos tiempo de decir o de perdonar. No sabemos qué pasa realmente, si hay un túnel y al final una luz o si simplemente, como dice el cínico amigo de Marie: "se apaga la luz, punto final". El viejo Clint no quiere opinar sobre nada de eso. Solo intenta mostrar la imposibilidad de aceptar el hueco que dejan en el mundo los que se van para siempre. Estamos hechos para la vida, para estar a este lado porque seguramente solo hay un lado ("donde estoy yo no está la muerte, donde está la muerte no estoy yo", dice Epicuro) por eso no sabemos cómo dirigirnos a los muertos y nos ponemos en ridículo igual que al hablar con los niños. Por eso tiene un punto divertido el recorrido que hace Marcus en la película por las respuestas que ofrece en Internet el mercado del más allá. Otros cineastas han transitado ese difícil camino. Los que lo han hecho con autenticidad, pienso ahora en el Almodóvar de Volver o en el Apichatpong Weerasethakul de Tío Boonmee recuerda sus vidas pasadas y, desde luego, en Clint Eastwood, siempre han tomado el camino de los fantasmas para hablar, en realidad, de lo que nos pasa a los vivos, de lo único que podemos hablar.